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Taller de lectura y escritura.

viernes, 6 de diciembre de 2013

viernes, 22 de noviembre de 2013

Caigo

 Caigo. Con la imaginación resbalo hacia una oscuridad donde deja de existir el presente. Los dolores de huesos en la cintura, actuales, me recuerdan a otros, lejanos, que quieren salir a la superficie, lúcidos y claros: los dolores de cuando estaba pariendo. Es como sentir de nuevo las fuerzas desde mis entrañas y los gritos que se quedaban adentro, antes de aflorar porque: "de nada sirve gritar, m'hija, que lo único que le va a quitar son las fuerzas para seguir pujando". La partera que murmuraba en mi oído era grande y corpulenta como un árbol verde y frondoso, esos que se ven en las postales y una quisiera tocarlos para llenarse de frescura. Sí, esa era la sensación que me daba la imagen de la mujer de delantal blanco y sonrisa amplia, en medio del dolor que quebraba mi cintura y mi pelvis. Ese único consuelo.
Por un instante que se quedará por siempre dentro de mí, vi a mi hijo. Colorado, largo, salió llorando aún antes de marchar fuera de mis entrañas, como para tranquilizarme y decirme que ya estaba allí, pronto a sentir mi piel, palparme, succionar de mis pechos el alimento, conectarse con mi ser desde fuera de mi cuerpo, el que había habitado nueve meses. Me miró con esos ojos de extraña y lejana sabiduría que nunca, por más que lo intenté una y mil veces, pude olvidar.
Después llegaron los días del tormento, la angustia, que no se ve, ni se habla, desgarra por dentro y obliga al silencio resignado de las mañanas que traen la esperanza para todo el mundo menos para una. Las mañanas del día después que alguien comunica con voz apenada que el niño se fue, que se murió, que tal vez sea mejor eso y no que sufra más tarde, que una extraña deformación en el corazón, o en el vientre, o en el hígado, lo arrebató de mis brazos, aún antes de que pudieran cobijarlo.
Lo demás fueron horas, días, semanas que luego devinieron en años,  en donde sólo habité el espacio del desequilibrio, la desolación. La ausencia llenaba todo, como la esperanza había colmado cada uno de los días de la espera, algodón y tersura, nada más.
Hace apenas un par de minutos que recibí un llamado. Primero me sobresalté, pensé tal vez en alguna vieja amiga con algún viejo problema que volvía ese miércoles a la noche, pero no. Una voz de hombre que me traía reminiscencias que no alcanza a distinguir de que o quien, preguntaba por mí, si estaba en casa, si podía hablar con él. Fue en ese instante que comenzó la caída, ese resbalarme hacia la oscuridad en donde, sin embargo, se adivina un pasillo luminoso.
La voz, queriendo hablar sin lastimar, precavida, con mil y un resguardo me contaba despacio, dándome tiempo a la esperanza, que él, mi único hijo, al que vislumbré apenas hace cuarenta y tres años, estaba allí, del otro del teléfono, que estaba vivo.
Los días de la juventud se miden rápidos, se alejan con su carga subyugante de soberbias y alegrías, los días del dolor en cambio, comienzan a hacer nido en la vejez que empieza, son los días que se multiplican en preguntas sin respuestas, en fijarse en otros cómo podría haber sido el hijo si hubiera vivido. Cómo hubiera ido cambiando el color de pelo, de piel, de ojos, cómo sería su manera espontánea de reír, o de abrazar o de correr a los brazos ansiosos que lo esperaban. Un cajón blanco cerrado es el fin de la esperanza, de la alegría, y más, cuando al pasar los años el milagro de patadas dentro del vientre no vuelve a repetirse.
Y él ahora así, llega irrumpiendo en el principio del ocaso, regalándome la vida de nuevo.
Dejo el teléfono con las manos que tiemblan todavía, me recuesto en el sillón que uso para ver televisión y los rostros severos de mis padres me sacuden la cabeza como si él, el hombre de la casa, el que todo decidía sin siquiera levantar la voz, volviera a pegarme esa cachetada que me dejó en el piso cuando les dije que estaba embarazada, hace ya infinidad de años. Cómo si hubieran vuelto ambos de la muerte, esa sí, muerte verdadera.
Me acomodo despacio y reposo la cabeza arriba del almohadón que alcancé a poner debajo, y recuerdo que el padre de mi niño era un hombre cariñoso y amable, en donde encontré ternura, amor, todo eso que con mis padres me faltó. Jamás una barrera entre él y yo, acercó caricias y comprendió cada una de mis rebeldías adolescentes, fue tanto lo que dio, que nunca me importó lo que sabía desde el principio: que él era casado. Jamás le pedí que dejara a su mujer, jamás me hizo falta porque con él tenía todo lo que necesitaba, en esos atardeceres de color violeta, que se confundían con sus manos generosas y sus oídos siempre atentos a lo que yo necesitara.
Llaman a la puerta temprano, es la mañana después del día en que mi niño hombre me llamó por teléfono. Corro presurosa a abrirle. Antes elegí la ropa para la cita más importante de mi vida. Cuando lo veo un amago de mareo zumba en mi cabeza, me repongo enseguida para abrazarlo y retenerlo hasta que él se canse y me aparte, deseosa de recuperar el tiempo perdido. Me cuesta desprenderme pero las ganas de mirarlo y encontrar parecidos se torna perentoria. Lo miro una, dos, cien veces y veo en los ojos la extraña sabiduría de cuando vino al mundo, en su rostro los rasgos del padre, del que tanto tiempo hace que no se nada, nos sentamos aún con las manos unidas, él también me observa, trata de sonreir y sin embargo, el contorno de sus ojos enrojece antes de que se le llenen de lágrimas que no alcanza a derramar.
Cuenta, me cuenta, con tanta calma cómo le es posible que el hombre que amé lo llevó lejos de mi, tras las amenazas de mis padres de darlo en adopción a cualquiera, la esposa de él, su verdadero padre, lo adoptó y lo quiso como suyo. Ella murió hace apenas unos meses y allí se enteró de la verdad. De la crueldad de sus propios abuelos, a los que les importó poco matar mis esperanzas, sumirme en el dolor más absoluto, en vez de soportar "el escarnio" que sería para la familia, que yo tuviera un hijo sin estar casada.
Pasamos hablando un largo rato, luego callamos y no nos hace falta más, mis manos acarician ese rostro de hombre como no pude acariciarlo de niño, rescato de sus ojos el tiempo perdido, de pronto se borran cuarenta y tres años como si un huracán hubiera pasado para limpiar la angustia que me ensució por aquellos días. Lo miro, lo beso y descubro que al fin, volveré a tener tantas esperanzas y emociones que tal vez hasta logre perdonar a mis padres, los que me vieron desgarrar los terrones de tierra para hundirme con mi niño, junto al pequeño cajón blanco, que ahora supongo, estaba vacío.

Mercedes Bianchini, noviembre de 2013

jueves, 14 de noviembre de 2013

Presentación de 404 cadáveres, de Julio Diaco


¡Se viene...

...el libro! En breve Líneas Cruzadas con los textos del Centro Cultural Barrial Sebastián Piana y los compañeros del Tato Bores y de Chacra de los Remedios (Parque Avellaneda).
Que alegrón!!!


martes, 22 de octubre de 2013

Letras fugaces


El desafío: 
componer esos blancos que van dejando estas letras que se dan a la fuga.


martes, 15 de octubre de 2013

La vida es una mierda



La vida es una mierda, creéme, te lo digo yo que sé bien de que hablo, yo que la lloré mas de mil noches y la toque, apenas, más de diez veces.
Te lo digo porque me dejo con la boca llena de palabras, frases enteras en la boca, boca que no pude abrir; porque me grabo en la yema de los dedos varias tersuras que no volví a conseguir y que hoy no recuerdo por el tacto sino por esa acción cobarde de no tocar.
Te lo digo porque más de una vez me tomo desprevenida sin avisos, sin señales; pero la verdadera amargura es verla agotarse, desmoronarse, consumirse, degradarse, desgastarse y extinguirse.
Te lo digo porque lo único que te deja es esa silla fría, áspera e incómoda donde vas a esperar la próxima muerte
14/11/12

Natalia Bolasell

jueves, 10 de octubre de 2013

El vicio de su sombra


Prisionero y carcelero
Voces egoístas
son muralla
Prisionero y carcelero
Enmudeces mis palabras.
Intocables mis ansias
¿Que importa llegar
por los cielos?
Ser ave, aroma o melodía.

Percibe,
En el ritmo este canto
Recibe,
en la fragancia mis labios.

Prisionero y carcelero
Vuelan mis antojos
por tus gestos
revolotea mi anhelo
en tu rechazo.

Presa inalcanzable
seduces sin ojos
Envuélves sin brazos
Imán del silencio
Congelado:
Reclúyeme en el vicio
De mantenerme tras tu sombra.











Sol Corbalan

miércoles, 9 de octubre de 2013

El padre

  Siente que los pies se agarran fuerte al piso del vagón. Se agarran, porque parecen las patas de un águila que tratan de aferrarse a la rama alta de un árbol que encontró en su vuelo rasante. Hasta puede imaginarse cómo los dedos se abren y las uñas tratan de enterrarse en los zapatos que están clavados en ese piso que de pronto enloqueció junto a toda la maquinaria que componen el vagón del tren. Todo se mueve tan rápido que cree, va a enloquecer. Ella había subido en el andén de la misma estación de siempre, ahora se hallaba en esa vorágine desconocida que la envuelve, la deshace, la une y la lanza por última vez al asiento. Por momentos pasan las casas y los árboles por la ventanilla con tanta prisa que no alcanza fijar la vista en nada, los ojos en un constante ir y venir sin atrapar un punto fijo, luego es un ritmo conocido el que le traquetea en la cabeza, el movimiento normal que utiliza el tren cuando marcha, por momentos un poco más rápido, comienza a aflojar la marcha cuando se aproxima a las estaciones, como afloja ella la garra que eran sus pies en los zapatos.
  Baja en la estación que la deja a tres cuadras de su casa. Llega a ella con rapidez y al abrir la puerta larga su cotidiano:
  ─ Mamáaaa, ya llegué -mientras se descalza y va hasta su habitación a cambiarse de ropa.
  Una voz de hombre le contesta:
  ─ Hola hija, ¿cómo estás? ¿cansada?
  La muchacha desde la habitación, sacándose la ropa a medias, se queda tiesa en la postura de desabrocharse la camisa, con un hilo de voz pregunta: 
   ─¿Mamá? -pero la voz del hombre se empecina en volver a llamarla hija, y en preguntarle cómo está-. Cómo ella no le contesta, le confirma:
   ─ Mamá no está, fue a hacer unas compras para la cena. 
     Luego de un rato que se alarga más de la cuenta, ella, desde el fondo de su garganta emite algo así cómo un quejido, el ruido de un animal lastimado y logra preguntarle quién es mientras sale, volviéndose a abrochar la camisa para encontrarse con el intruso que le hace tal broma pesada.
  El hombre está parado en el umbral de la puerta que va de la cocina al living y le sonríe, amigable. Ella lo mira de abajo hacia arriba, siente otra vez la sensación de que algo la va a desarmar de nuevo, alcanza a percibir que se marcha en un desmayo, suave y ligero que el sillón atrapa sin dejarla caer en el piso de maderas de la casa conocida.
    Intenta abrir los ojos y antes de terminar de hacerlo se dice que ya está, que ya pasó, que los va a abrir y va a estar su madre sentada al lado, preocupada, preguntándole que le pasa, tal vez tenga fiebre, tal vez el tiempo cambiante le haya afectado la salud. No, el que sigue estando allí es el hombre que le sacude los hombros y la llama para que vuelva en sí. Quedan los dos frente a frente, mirándose a los ojos y ella no puede hacer otra cosa que rendirse a la evidencia, el que está con ella allí es su padre, lo reconoce por los ojos que tiene grabados no sabe en que lugar de su memoria, en que espacio recóndito del alma, porque su padre murió cuando ella tenía tan pocos años, que es imposible recordar cómo era.
  Muchas veces sueña que él no ha muerto. Que vuelve después de un largo viaje a seguir jugando a armar casitas para muñecas , o para comentarle que le gusta cómo es, rebelde y luchadora cómo él. Otras veces, en la vigilia de las mañanas, imagina cómo hubiera sido la relación entre los dos si él no hubiera muerto, qué cosas hablarían, que harían juntos al ir trepando los dos por las calles de la vida cotidiana; por eso ahora lo reconoce. O tal vez por las fotos, o por tantos momentos que la madre le ha ido juntando, para armar la historia de su vida sin el padre, para que el recuerdo de la mujer que fue su esposa la ayude a ella,hija, a construir su imagen, "si a uno no lo recuerdan vuelve a morirse una vez y otra y otra", dice siempre la madre.
  Lo abraza, le pregunta porqué tardó tanto, le cuenta que siempre le hizo falta y el se ríe con la misma risa de las fotos, pero veinte años más vieja. Ella no puede apartar la vista de él, ni parar de hacerle preguntas que él no alcanza a responder. Decide correr a contarle a la madre que su padre está vivo,  él le toma con dulzura las manos y le dice que espere, que salgan ellos a caminar un rato por el barrio, que le muestre cómo viven, cómo está todo en estos veinte años que pasaron desde su muerte. Ella quiere quejarse y pedirle que no hable así, que si se hubiera muerto, ahora no estaría hablando con ella, que lo abraza, que le acaricia la cara con algunas arrugas, que le dice "pa, papá papito que alegría tenerte", en vez de pedirle que no hable de la muerte.
  Salen a las calles que ya tienen ese tinte oscuro que anticipa la noche, en medio del crepúsculo. Las flores de los tilos desparraman  con su aroma, la primavera que nace tibia.  Se escucha a lo lejos una canción que le cuenta al hijo lo que sintió el padre cuándo el nació. La voz de Ciro, la vuelve a acunar en un abrazo, cómo lo hace ahora el hombre que camina a su lado y le habla sin dejar de sonreir, de acompañarla en el mismo balanceo del paso relajado, de besarle la cara y el pelo, cómo si quisiera hacerse perdonar esos veinte años de ausencia.
  Tanto tiempo caminan que las piernas le empiezan a pesar. Ella sabe que ya es muy tarde y que no podrá madrugar si no regresan ya, le dice al padre que no puede faltar al trabajo, además, la madre empezaría a preocuparse, él le confirma que entiende, que ya tendrán mucho tiempo para hablar.
  Llegan a la casa, la madre ya descansa en su cuarto, harta de esperar, la cena servida en el plato tapado para que no pierda el calor. Ella pone un cubierto y un plato más y divide en partes iguales la comida para cada uno, luego de cenar lo vuelve a abrazar y se prepara la cama en el sofá.
  ─ Vos dormí en mi cuarto, no te preocupés, papá.
  Cae tan rendida en la cama improvisada que no tarda en dormirse, antes, pone la alarma que todas las mañanas la despierta con la misma canción, y cuando empieza a sonar a ella le parece que hace veinte minutos que se acostó. Se despierta a medias y corre a prepararse un café antes de ducharse. En el trayecto que va desde el living al baño, recuerda lo que pasó la noche anterior, para asegurarse que todo esté bien, pasa antes por su cuarto. La cama, tendida, prolija como siempre se la deja su madre, la despabila antes que el café. El grito surge limpio, rotundo:
  ─ ¡Mamá!
  Y la fuerza de la exclamación le lleva todo el aire que tiene adentro. Pregunta que le pasa, a ella, a la madre, al mundo dado vueltas que le confunde las cosas. Se calma cuando el abrazo de la madre le contiene el impulso de salir corriendo, de buscar en todas las habitaciones, en todas las calles aledañas, hasta dar con él.
  ─ ¿Qué fue mamá? ¿Qué fue lo que pasó? -pregunta, ya calmada, sabiendo que la madre no puede contestarle por que tampoco sabe.
  Transcurre todo cómo los días anteriores y cómo los que vendrán; recién cuando llega al anden de la estación de siempre, lo cotidiano le devuelve la esperanza: si sube al tren en el que viaja a diario, en el mismo horario, puede ser que vuelva a repetirse lo mismo de ayer, hoy o mañana o cualquier día de estos.


lunes, 7 de octubre de 2013

Aire

Cómo sería no desear, no palpar, no tocar,
como  sería no sentir, no vibrar,
no tener
ganas de comer
ni ganas de coger
ni lamer 
ni oler bien.
Anular el deseo, descansar,
flagelarse con flores en vez de guardar
odios, impotencias, pasión
¿sería descansar?
¿sería no depender de la urgencia 
de gustar, de desear, de no arder?
¿cómo sería?
¿sería por fin vivir en libertad?

Mercedes Bianchini, agosto 2013

lunes, 30 de septiembre de 2013

Muñecos altivos de puño y de bastón

Máscaras, máscaras,
todos somos títeres:
si quisiéramos palpar
los cordeles que nos traen
bastaría con alzar las manos,
o auscultarnos por dentro
para sentir la garra que nos lleva.
Somos todos marionetas:
marchitas pantomimas de una farsa.
Espantapájaros de paja y estropajo,
cartapestas escapadas de una carroza de carnaval,
payasos blancos de polainas y bastón.
Bailamos los Augustos de nariz y tirador,
monigotes de comparsa y mascarada.
Reímos los bufones, farsantes majestuosos
de corcho y de percal; fantoches de algodón,
rígidos peleles incapaces de volar.
Frankensteins sensibles de plástico y latón,
gozamos  la comedia, muñecos de papel,
tiesos arlequines de goma y de satén,
pierrots inexplicables que explican su dolor.

Si nos cortan los piolines, si nos sacan el calor
de la mano que nos trae,
rodaríamos sobre la arena:
rotos,
desencajados títeres
de paja y de cartón
con polainas y bastón
de percal y de algodón
con nariz y tirador
de plástico y latón.
A Llorar los bufones, a sufrir con la comedia
los muñecos de papel,
tiesos arlequines de goma y de satén,
pierrots explicables que inexplican su dolor.
Muertos...
Máscaras, máscaras, máscaras.

G.M. Mayo de 2013                                                                        Gabriel Martino


Comando ortográfico

El detenido devenir del 95 por Azcuénaga me dejó ver un edificio, al 600, de nombre "Texto B", justo al lado de un pozo de obra en construcción, en el que sólo alcanzo a distinguir algunas máquinas removiendo escombros.
¿Habrán desarmado otro "texto"?
Los detectives morfológicos se han lanzado tras las pétreas pistas, a fin de restaurar la decaída sintaxis metropolitana.

Claudia, septiembre 30, 2013

viernes, 20 de septiembre de 2013

Un cuento

El viento estaba demasiado frio para esperar en la calle y el bar británico siempre le daba una buena excusa para entrar. Lejos de ser un bufete de mesas con formica y comidas rápidas ofrecía una mística penumbra, sillas y paredes de madera. Entrar en esa capsula del tiempo era no solo un privilegio sino un mimo a los sentidos
Ricardo se sentó en una mesa cualquiera y tomo todos los diarios; necesitaba paz; paz que no encontró en los periódicos y noto que el tic de pasar sus manos peinando el escaso cabello entrelargo había aumentado y trato de calmarse.
El mozo se acerco a levantar su orden y le provocó un sobresalto.
Noto que en el bar había más personas.
Un hombre más o menos de su edad se veía aun más nervioso que él, traje y corbata, un peinado impecable mirando su reloj como si su tiempo fuera oro en polvo y estuviera muy alterado por perderlo; ojeaba su agenda y transcribía cosas de una página a la otra… y volvía a mirar su reloj.
Nada interesante.
En otra mesa doble, junto a la columna se apiñaban tres adolecentes que pronto serian seis; no hacían más que reírse a carcajada limpia leyendo y comentando los mensajes de sus teléfonos. Los uniformes escolares y el horario denotaban que se estaban “rateando”
-         Que épocas- recordaba Ricardo con un centenar de fotos instantáneas corriendo en su mente.
El mozo lo volvió a estremecer al servirle el café que había pedido
-         Ahí pasa su ex – le dijo señalando al sujeto de la ventana con el mentón- todas las mañanas se sienta en esa mesa para verla pasa- siguió comentando el mozo buscando una charla que no iba a producirse- recuerdo cuando venían juntos y todo era miel !pero! todo se acaba – sirvió el vaso de agua, dio media vuelta y se fue.
Ricardo atrajo el café hacia sí, probo el agua, abrió los sobres de azúcar.
De pronto entro con paso firme un tipo joven de remera blanca y manga corta, mostro un arma.
-         ¡dame todo lo que tengas!
El mozo sin ofrecer resistencia abrió la caja y entrego todo.
Las chicas gritaron amuchándose y ocultando los celulares. El de la mesa de la ventana hizo algún movimiento involuntario que nadie intento descifrar. El de la agenda se quedo paralizado y Ricardo volvió a peinarse el pelo con las manos.
De golpe un tipo de civil en el que nadie había reparado salto desde el fondo
-         ¡alto, policía!- grito con un arma en las manos.
Dos disparos se oyeron en uno, el del reloj cayo al piso en seco y los dos se fueron, uno perseguido por el otro en la mañana fría y desaparecieron.

Natalia

26/8/2013

jueves, 19 de septiembre de 2013

Disputa territorial

Camina siempre erguido, bamboleándose un poco.  Parece distraído, pero, cubierta por la gorra, su cabeza gira, permitiendo a su mirada  abarcar todo en derredor. Las mañanas, en los días escolares, cruza  el puente sobre la avenida General Paz rumbo a la Capital apurando el paso,  enfundado en su guardapolvo blanco, estrecho en su físico creciente de adolescente de catorce años que cursa sexto grado, impulsado por los empujones de la vida y fogueado en las luchas callejeras. Adquirió  habilidad y astucia en la defensa de su  zona. También fortaleza en la pelea frecuente.  Una mochila de escaso contenido sobre su espalda y un celular con el cual juguetea entre sus manos.  Muy cerca de él, lo siguen sus dos hermanos menores como sujetos por un hilo invisible. Vienen  del barrio acordonado por la Gendarmería, donde las miradas con sombras de sospechas  no dan respiro, donde varias veces por año reciben la visita del Apache, el ídolo que aún a la distancia, reconoce sin tapujos la pertenencia.
     Sus ganas, se revuelven  en esa lucha interna de rebeldía, entre permanecer en la calle del hacer nada con poco, dejando transcurrir las horas con su presencia dominante, entre pares agrandados por el miedo ajeno, las tentaciones  y  su convicción de poder ilimitado en esa geografía conocida hasta sus entrañas,  o probar su audacia extramuros, luchando por la asignación de unas cuadras donde llenar su carro a tracción humana, hurgando en los deshechos de los otros, para con el recupero de lo descartado saciar necesidades y defender tenaz la dignidad. También intuye, que ésta, la puede afirmar en esa escuela, entre las cuatro paredes de  una sala de grandes ventanales, con pupitres y sillas donde dejar  caer su físico, cobijado por el  trato, el alimento reparador y jugando en el equipo de los que saben leer, escribir y manejar la compu.   
     Desde el primer día de clase, tomó nota  que la profe era una flaca de agallas. Cuando les preguntó a cada uno el nombre y varios de los compañeros respondieron por él: “Él, es el Román”, ella respondió: “Acá no es necesario usar “el”  delante del nombre, para todos y para mí,  es  Román”. Luego le pidió amablemente  que se quitara  la gorra, para que pudieran conocer todo su rostro.  De nada valieron sus argumentos,  porque allí dentro no llovía y el sol no molestaba la mirada. Accedió. De todas maneras, cada tanto, se la vuelve a calzar,  para poner a prueba la autoridad y, ella como al descuido dice: “Román, la gorra” y sigue  como si nada, pero ojeando que se la quite.  
     Parece  que le lee  el pensamiento. Él,  tenía la costumbre de dejarse la mochila al hombro y sentarse de costado, con los pies sobre el pasillo, como en una postura atenta de partida, igual que en la silla alrededor de la mesa, en el dos ambientes donde vive con su familia, en el tercer piso del monoblock cercano a la calle.  Un día, ella pasó a su lado  y él creyó que fingía tropezar con su pié. Se sobresaltó. Entonces escuchó la voz calma, casi en el  oído: “Descansá.  Sacáte la mochila y poné las piernas  debajo del pupitre. Relajáte. No estés a la defensiva.  Aquí no te va a pasar nada malo.  Disfrutá estas horas tranquilo”.  Obedeció aliviado.  
     Todos los días, al entrar al aula, él se pasea entre los bancos para confirmar  su presencia y no pasar desapercibido. La profe llega  y luego de saludar, se ubica en el centro del espacio y desde allí, sin moverse,   indica la variante ubicación de cada uno. Se genera un caos de lamentos, ruido de sillas y pupitres arrastrados, choque de zapatillas, risas, empujones. Por fin el orden,  el silencio espeso y los recelos.  No pasa día en que ella no deba  pedirle a Román que deje de toquetear  a los dos o tres que tiene en la mira, diciéndole: “Pará de molestar a tus compañeros y sentáte. ¿Hiciste la tarea?” Por respuesta,  aparece una excusa y una promesa. A veces una ironía: “Me la afanaron profe”.
     Tiene presente  el día en que se rebeló, frente a la costumbre de la maestra de cambiar siempre  la ubicación de los bancos, y hacerlos sentar en distintos lugares, teniendo a veces, que soportar a algunos compañeros que eran del  monoblock rival. De pié, le dijo que  se sentaría  hasta el final del año en el asiento que estaba cerca de ella,  que no iba a irse al fondo. Escuchó el argumento de que la ley era igual para todos, que eso los ayudaba a relacionarse, que al que no obedecía, tendría que ponerle una nota en el cuaderno. Luego, ella se dio vuelta hacia el pizarrón donde empezó a escribir.  En ese momento,  sintió que lo estaba desafiando frente a sus compañeros  del barrio y que no debía permitirlo.  Agarró el cuaderno y lo tiró a los pies de la mujer. Ella ignoró el gesto: “Román, se te cayó el cuaderno. Levantálo y sentáte en el banco del fondo que te asigné o dejálo sobre el escritorio para ponerte la nota”  y siguió con su explicación sobre los sustantivos y los verbos. Lo pensó mejor, levantó el cuaderno y se fue para el nuevo lugar, maldiciendo por lo bajo. 
     Hace pocos días, la mamá  de su compañero Tony llegó a la escuela acompañando a su hijo y pidió hablar con la maestra. Él la vió desde la otra vereda, a través del incesante tráfico,  cuando cruzaba el puente trayendo de la mano al chico y ella le clavó  una mirada enojada y desafiante. El día anterior, Román le había reclamado al pibe por el atraso en la mensualidad del peaje, que debía pagarle para permitirle cruzar el puente cuando iba al colegio. No sólo con él lo hacía. Todos entraron al aula, tuvieron que esperar entre murmullos crecientes, hasta que terminara  la conversación que afuera estaban  teniendo las dos mujeres. Duró un largo rato. Había tensión en el aire,  como las partículas de polvo en suspenso, inmóviles  y puestas en transparencia  por los rayos del sol que atravesaban las ventanas.  Se vió a la madre, primero enfurecida y luego lagrimeando en medio de un abrazo.
     Cuando la maestra regresó,  lo hizo mirando fijamente a Román. Luego,  dirigiéndose a todos en tono calmo pero firme, dijo que nadie tenía que pagar para caminar libremente por la calle y por el puente. Que  el abuso del cual se había enterado era  un delito y que no iba a permitir que Tony se fuera del Colegio por ese motivo. Que los que lo cometían no tenían códigos y se comportaban como  fieras  que marcaban su territorio dominándolo a través del miedo.   Lo miró a Román y se escuchó éste intercambio:
- Creo que vos todavía sos capaz de recordar y recuperar los códigos,  sabés a que me refiero.  Si cambiás de actitud y confío en vos para eso,  acá termina todo. ¿Qué me decís? - Se produjo  un cuchicheo generalizado.
- Ellos  aceptan pagar. Son de otro país y usan un puente nuestro. Si no les cobro yo, les va a cobrar otro. Lo que saco, no me lo quedo  sólo. Si quieren pueden cruzar la avenida por debajo del puente. - La maestra estuvo unos segundos  en  silencio y expresó:
- ¿Cómo se te ocurre cobrar peaje? Son ciudadanos que eligieron vivir aquí.  Tienen los mismos derechos que todos.  Si la cosa no termina hoy,  voy a  citar a tus padres y conversaremos  juntos con la Directora.  De vos depende que el problema no se agrande.
- ¿Me está amenazando?
- No, te estoy avisando. -  Román en tono bajo, casi inaudible para la mayoría, con el dedo pulgar en alto,  afirmó:
- Olvídese seño, todo bien. Yo lo arreglo. No pasa nada. Mi padre no podría  venir hasta dentro de seis años y mi madre tampoco porque labura todo el día. Profe, yo quiero seguir viniendo al Colegio.
      Desde ese diálogo, Román  faltó varios días.  Hoy, la maestra lo vió llegar con un brazo enyesado, algunos golpes en el rostro y una mirada seria, reemplazando su habitual sonrisa. 

Pablo Zavaglia, Agosto 2013




viernes, 6 de septiembre de 2013

Caramelos de durazno


En la sala amplia, atravesada por un tenue aroma a jazmín y una luz tibia que acentúa la calidez del piso de roble, como un susurro lejano se oye una Cantata de Bach.
En la pared beige del frente, una reproducción de Monet y en la lateral derecha cuelgan, en unos paneles de corcho, múltiples retratos fotográficos en los que la pose y la sonrisa son la constante de la serie.
La secretaria acomoda una pila de papeles y mira la computadora, tal vez está trabajando o jugando al candy crush.
Estoy cómodo en el sillón, me hundo en esa pana verde, tersa que me envuelve…podría dormir una siestecita.
-          ¿Qué caramelos compraste?
La pregunta intempestiva y el timbre que acaba de sonar en las antípodas de Bach me arrancan la posibilidad.
-          Los que me pediste, murmuro.
-          ¿Le preguntás, por favor, cuándo nos toca?
-          No seas impaciente, Mecha.
-          Pero entonces, ¿cómo se si tengo que comerlos ya?
-          Podés comer uno ahora y listo.
-          No, no es así.
Se me queda mirando, esperando. No se si levantarme a preguntar, si tratar de calmarla o si directamente me como los caramelos yo.
Evalúo en unas décimas de segundos qué será lo menos costoso, qué facturas puedo evitar, las ajenas y las propias, porque uno también tiene sus principios y tampoco puedo estar de acá para allá como un perro faldero. Algo de faldero igual me reconozco…especialmente en estos últimos meses.
-          Sres. Santibáñez, dice en voz alta la secretaria, el doctor los hace pasar en unos momentos. Si quiere puede comer algo dulce, así se puede detectar mejor el movimiento.
Salvado, pensé.
Busco entre aliviado y triunfante los caramelos en la mochila.
Ella elige uno de durazno. Comienza a comerlo. Callada, mirándome con una seriedad penetrante, fija. Parecería que tiene la cara partida entre lo duro de los ojos y el movimiento de la boca.
Momento pendular: no se si quedarme callado o comentar alguna nota banal de la revista de decoración que está en el revistero, o alguna de las fotos del panel, tan contentos, tan iguales. Mejor me callo.
O le pregunto si quiere otro caramelo.
-¿Querés…?
- Pará…¡tocá!
Toma mi mano y veloz la posa en su panza. Puedo sentir los pequeños golpes, suaves, casi rítmicos.
Mecha ha dejado atrás la escisión facial y ahora sus ojos brillantes sonríen, como los míos.


Claudia, septiembre.
                                                                                                                     

viernes, 30 de agosto de 2013

Si hay algo que aprendí


Si hay algo que aprendí, con el correr del tiempo, es que las personas cargan un mundo detrás de su mirada.
Que nunca nadie se estanca verdaderamente, puede estar girando en un mismo vórtice…. Pero eso no es estancarse.
Que cada uno anda con su historia y su histeria, que nadie tiene el poder ni el derecho a opinar y que, gracias a eso llego a donde está.
Que uno no se enamora de la otra persona, sino más bien, de la propia fantasía que tiene de la otra persona.
Que nunca llegamos a conocer a fondo a nadie porque nadie llega a conocerse a sí mismo.
Que llegado el momento buscamos para el mañana algo estable, pero la estabilidad no nos busca, porque cada mañana nos duele un nuevo musculo que descubrimos con la osadía del día anterior.
Que ver pasar el tiempo, de cualquier forma, junto a otra persona es casi un milagro. Que lo que ayer crearon con tanto esfuerzo hoy, puede no servir. Que plantearse juntos un nuevo proyecto es mover una serie de engranajes que tiene que estar preparada sin saber para qué. Que esa maquinaria de varios metales a veces se rompe en un segundo exacto y lo descubrimos tiempo después.
Que ese quilombo de juntas y tornillos, de anillos flojos y ruido al correr son discusiones que te hacen crecer de alguna forma, que te hacen cambiar tu mundo detrás de tu mirada y que solo se nutre con paciencia, entendimiento, afecto, perdones y gracias.

Natalia

11/1/2013

jueves, 8 de agosto de 2013

Llegar a destino

En la tercera estación por la que pasaban, se desocupó el asiento frente a él. Logró acomodarse mejor, estiró las piernas hasta que sintió un tirón, luego, los músculos se relajaron,  la cabeza apoyada en el vidrio de la ventana y los brazos cruzados sobre el pecho, dándose calor. El traqueteo del tren lo arrullaba, cómo si alguien murmurara canciones infantiles a su oído.
  El pasto lo recibió como un colchón mullido donde podía saltar, hacer piruetas, girar sobre si mismo y volver a caer para llenarse del olor a menta que emanaba del campo en donde se hallaba. Algo no terminaba de acomodarse en su cuerpo, que volvía a ser menudo, ágil, casi volátil cómo la niebla cuando amanece. Palpaba con las manos la frescura que brotaba de las hojas de menta, nadaba en la espesura verde cómo para embriagarse con su olor intenso, o se sumergía en el río tibio de los atardeceres del pueblo lejano de su niñez, rodeado de sierras y nubes bajas, con los pies desnudos iba caminando por la aspereza de las piedras en el fondo; ya de nuevo en la tierra envolvió luciérnagas con sus manos para entregarlas a una compañera de segundo grado, la que se sentaba en el banco de adelante, risas de recreos, olor a tiza, a lápiz y al perfume fresco que usaba la maestra.
  El chirriar de metal contra metal le hizo abrir los ojos. Vio que el tren se detenía en una estación que no era en donde debía bajarse, se dio cuenta de que se había pasado, durmiéndose, vencido por el cansancio.
  -No importa,- le dijo a la noche que se asomaba por la ventanilla-, voy hasta la terminal y a la vuelta me bajo.
  Pink Floyd comenzó a inundarle los oídos como las palabras amables de la mujer que había amado, se vio bailando en armonía al ritmo de la música,  con amigos a su alrededor que sentían lo mismo, el rápido fluir de la sangre por las venas nuevas, en el paladar el gusto dulzón de los postres que preparaba su madre cuando él era adolescente. En un arrebato de energía, se calzó los botines para ir a jugar al fútbol, gestos aireados, gritos de alerta, cuerpos tensos y las piernas deslizándose en una finta para meter el gol que llevó al equipo a la victoria, campeones de la liga barrial, festejos que lo arrastraban por el campo de juego, abrazos que lo amigaban con la vida, gritos eufóricos y el sudor que iba cayendo por todo su cuerpo se quedaba atrapado en la remera, en el pantalón corto, que retenían la humedad, cómo la tierra seca que absorbe, ávida, la lluvia bienhechora.
   El grito de alguien que trataba de subir al tren en movimiento, lo volvió a ese presente de estación a oscuras, dedujo, por el nombre que apenas alcanzó a divisar, que el tren había llegado a destino, emprendido la vuelta y él no había logrado bajarse donde le correspondía, absorto en un laberinto de recuerdos que ni siquiera sabía con certeza si eran recuerdos propios o los había robado a alguien, tal vez a la mujer que se había levantado del asiento frente a él hacía un rato largo.  Notó que algo desbordaba en su interior, algo irrefrenable como un río que sale de su cauce después de una tormenta. Era la certeza de no saber cuánto hacía que estaba viajando.
  El paisaje o el recuerdo del paisaje, cambiaba constantemente, llevándolo al desconcierto.
  -No importa- volvió a decir, y el sonido de su propia voz, lo ayudó a afirmarse en algo concreto,-a la vuelta me bajo.
  El viento le traía rumores de voces, una iglesia donde la claridad hacía lucir los colores de la cúpula con un desparpajo jubiloso, cómo la alegría que sentía la mujer parada al lado suyo, mientras decía:
 -si, quiero-, a él y al cura de túnica impecable en su blancura, que seguía aconsejándolos hasta que derramaba agua sobre la cabeza del pequeño que lloraba dentro de una manta, también blanca, también impecable, mientras él iba y venía en un juego agotador, primero parado junto a la mujer, luego junto a la misma mujer que tenía en sus brazos al niño que sollozaba con una insistencia que molestaba la monotonía en que estaba encerrado en el tren, en el asiento y en el sueño de soñar irrealidades.
  Pensó: ¿será que estoy pasando una y otra vez por la estación que tendría que bajar y no lo hago? ¿o será la vida que me está pasando presurosa? El paisaje, a través de la ventanilla, se volvía caprichoso, confuso. Campos con días luminosos cómo el sol en días de verano, sofocante, el aire quieto que comprimía el pecho, la boca que buscaba ávida aire con que asistirse, un árbol con su oxígeno, un río donde sumergirse, una hamaca para balancear el cuerpo agotado con la carga de angustias y hambres antiguos y oscuros. Noches tan negras y frías donde se le helaba el aliento apenas exhalado, las manos se entorpecían como garras, y los pies gemían su cansancio de días interminables explotando en ampollas purulentas.
 -lo mejor será dormirme... dormirme y decidir que hacer una vez que me despierte- trató de conformarse evitado mirar para afuera, a esa realidad de sueños imaginados en que se había convertido el viaje.

Al cabo de una hora o cien, cuándo ya consideró que había descansado lo suficiente, bajó en una estación sin nombre, eligió sin pensarlo demasiado que esa era su estación y que allí se quedaba. Desde el andén  contempló cómo  él mismo seguía sentado en el asiento del tren, la cabeza apoyada en el vidrio, los ojos cerrados y los brazos cruzados sobe el pecho. Dejó que esa parte de él siguiera viajando eternamente, para descansar por fin, pasándose siempre de la estación en que debería haberse bajado ya ni sabía cuántas horas, o días o años. Mientras el tren se alejaba perdiéndose en la bruma, empezó a caminar en sentido contrario. A lo lejos, lo esperaba una mañana calurosa, resplandeciente de sol, de ríos refrescantes y pájaros que cantaban agradeciendo el verano.
  

Mercedes Bianchini, agosto 2013

jueves, 1 de agosto de 2013

Hola, subo un enlace, para los que no han venido ayer, sobre el cuento a leer para la próxima.
El cuento se llama Bachman  y es de Vladimir Nabokov:

http://www.cuentosinfin.com/bachmann/

Saludos
Riqui

Pdta: Lo he subido sin fondos, sin ninguna forma... Claudia si queres podes modificarlo...jeje

martes, 23 de julio de 2013

Marcas

Acerco esta vez, un intento de prosa poética (aunque esta etiqueta le queda muy holgada), sobre una de las formas de nuestra memoria colectiva.
Cariños,

Claudia


viernes, 19 de julio de 2013

19 de Julio del 2007

Hace 6 años moría, no nos dejaba, el Negro Fontanarrosa. Esta entrada tiene que ver con eso y algo más.
El título de mí texto es una referencia a uno de sus mejores cuentos(*)
Sepan disculpar, esto no es lo mío, pero va: 


19 de Julio de 2007

Que te voy a explicar a vos Negro.
Si yo, que aflojaba por cada uno que se iba, con cada compañero de la vida, por vos no pude ni un poco, de llorar nada.
Te digo que cuando lo vi al hijo del gordo Osvaldo en la foto del entierro con la adolescencia quieta y la  camiseta del cuervo usada, yo, que soy quemero a mucha honra, no pude dominar lo que caía, no pude contener lo que brotaba.
Y que te cuento del llanto por Adolfo, el de la sonrisa pícara y las canas eternas, con su dolencia larga. Antes me paso con el Alfredo, el que usaba gomina y pinta añeja, ese de la voz querible. Hay quien dice que es de otra orilla y miente, si la emoción no sabe de lenguas, menos aun sabrá de patrias.
No fue con los únicos Negro, no creas, también llore por Don Osvaldo, con el Recuerdo del gran tango, y algo de eso se pianto con Alberto, el otro negro, el que  de tanto jugar se la creyó que volaba.
También cuando John fue muerto por un ¿loco? y que te puedo decir de los postreros. Del gordo Alorza, un verdadero hereje, el de la guardia. Hace poquito nomás me toco el Flaco, con su voz rabiosa, casi invisible, se llevo un cacho de mi juventud , mi infancia. Con que cara te digo Negro, que por vos no pude llorar nada.
Y no Negro, no es por tanta risa y menos por tu última broma, que no es grata. No es por eso Negro es otra cosa, que nunca escribí de puro maula.
Que te voy a contar que vos no sepas Negro. Si como vos, también fui el monito, el del sueño precoz, el que bordaba. Si ese cuento se lo dedicaste con justicia al otro Osvaldo, el maestro escriba de otras voces, de tantas poesías futboleras, de esa, nuestra magia.
Hoy, que ya no quedan conejos, cabriolas, ni fanfarrias, nos falta el tipo que la escolaseaba, ese que la llevaba junto al pie con el trazo justo y la mansa sonrisa dibujada.
Perdón por el choreo Negro, pero me tropecé con las palabras y dolores, cuando me hiciste un foul artero, un foul de atrás lejos del área.
Perdón por el choreo Negro, es homenaje, de un tipo que de llorar sabe lo justo, pero de garabatear no sabe nada.

Como te iba a llorar, Negro querido, si te fuiste el día del gran silencio, esa nota muda de la nada, cuando lo había dejado a mi viejo, mi papá, solo para siempre, empeñando la última lágrima y hoy se me hace que flotaba tu partida, porque vos también abandonabas.
Si te fuiste al otro día que don Tucho, durmiéndote de a poco, igual que el viejo, igual, dos gotas de agua, sin llamar la atención, sin levantar la voz, si en la puta vida te hizo falta.


Como olvidar que esos dos días malditos iban en yunta, ocultos por detrás de la nevada. Lo tengo claro porque aquel frío hoy no afloja, porque el corazón me dijo basta, se plantó y desde ese ayer, no es más que escarcha.

Riqui


 (*) El cuento se llama 19 de diciembre de 1971. dejo un link de la web del Negro para que lo lean. Aún los/las no futboleros/as lo pueden disfrutar.

http://www.negrofontanarrosa.com/publica/cuentos/fp_cn_t.asp?id=17

miércoles, 17 de julio de 2013

Clase

Buen día! Posteo un texto breve que le había acercado a Julio y va con una primer reescritura.
Bueno muchachos a ver si por este medio o por el que más les guste vamos activando.
Cariños!

La Gallega.


lunes, 15 de julio de 2013

Desayuno, Jacques Prévert


               Diseño visual: Gallega
Estoy probando con un nuevo blog por si no podemos recuperar el anterior.

Vuelvo a pegar el link con el cuento de Rodolfo Walsh: "Nota al pie"

http://niusleter.com.ar/biblioteca/RodolfoWalshNotaalpie.pdf

Saludos
Riqui