Taller de lectura y escritura, del Centro Cultural Sebastián Piana, a cargo de Julio Diaco
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miércoles, 11 de diciembre de 2013
viernes, 6 de diciembre de 2013
miércoles, 4 de diciembre de 2013
viernes, 22 de noviembre de 2013
Caigo
Caigo. Con la
imaginación resbalo hacia una oscuridad donde deja de existir el presente. Los
dolores de huesos en la cintura, actuales, me recuerdan a otros, lejanos, que
quieren salir a la superficie, lúcidos y claros: los dolores de cuando estaba
pariendo. Es como sentir de nuevo las fuerzas desde mis entrañas y los gritos
que se quedaban adentro, antes de aflorar porque: "de nada sirve gritar,
m'hija, que lo único que le va a quitar son las fuerzas para seguir
pujando". La partera que murmuraba en mi oído era grande y corpulenta como
un árbol verde y frondoso, esos que se ven en las postales y una quisiera
tocarlos para llenarse de frescura. Sí, esa era la sensación que me daba la
imagen de la mujer de delantal blanco y sonrisa amplia, en medio del dolor que
quebraba mi cintura y mi pelvis. Ese único consuelo.
Por un instante
que se quedará por siempre dentro de mí, vi a mi hijo. Colorado, largo, salió
llorando aún antes de marchar fuera de mis entrañas, como para tranquilizarme y
decirme que ya estaba allí, pronto a sentir mi piel, palparme, succionar de mis
pechos el alimento, conectarse con mi ser desde fuera de mi cuerpo, el que
había habitado nueve meses. Me miró con esos ojos de extraña y lejana sabiduría
que nunca, por más que lo intenté una y mil veces, pude olvidar.
Después llegaron
los días del tormento, la angustia, que no se ve, ni se habla, desgarra por
dentro y obliga al silencio resignado de las mañanas que traen la esperanza
para todo el mundo menos para una. Las mañanas del día después que alguien
comunica con voz apenada que el niño se fue, que se murió, que tal vez sea
mejor eso y no que sufra más tarde, que una extraña deformación en el corazón,
o en el vientre, o en el hígado, lo arrebató de mis brazos, aún antes de que
pudieran cobijarlo.
Lo demás fueron
horas, días, semanas que luego devinieron en años, en donde sólo habité el espacio del
desequilibrio, la desolación. La ausencia llenaba todo, como la esperanza había
colmado cada uno de los días de la espera, algodón y tersura, nada más.
Hace apenas un
par de minutos que recibí un llamado. Primero me sobresalté, pensé tal vez en
alguna vieja amiga con algún viejo problema que volvía ese miércoles a la
noche, pero no. Una voz de hombre que me traía reminiscencias que no alcanza a
distinguir de que o quien, preguntaba por mí, si estaba en casa, si podía
hablar con él. Fue en ese instante que comenzó la caída, ese resbalarme hacia
la oscuridad en donde, sin embargo, se adivina un pasillo luminoso.
La voz, queriendo
hablar sin lastimar, precavida, con mil y un resguardo me contaba despacio,
dándome tiempo a la esperanza, que él, mi único hijo, al que vislumbré apenas
hace cuarenta y tres años, estaba allí, del otro del teléfono, que estaba vivo.
Los días de la
juventud se miden rápidos, se alejan con su carga subyugante de soberbias y alegrías,
los días del dolor en cambio, comienzan a hacer nido en la vejez que empieza,
son los días que se multiplican en preguntas sin respuestas, en fijarse en
otros cómo podría haber sido el hijo si hubiera vivido. Cómo hubiera ido
cambiando el color de pelo, de piel, de ojos, cómo sería su manera espontánea
de reír, o de abrazar o de correr a los brazos ansiosos que lo esperaban. Un
cajón blanco cerrado es el fin de la esperanza, de la alegría, y más, cuando al
pasar los años el milagro de patadas dentro del vientre no vuelve a repetirse.
Y él ahora así,
llega irrumpiendo en el principio del ocaso, regalándome la vida de nuevo.
Dejo el teléfono
con las manos que tiemblan todavía, me recuesto en el sillón que uso para ver
televisión y los rostros severos de mis padres me sacuden la cabeza como si él,
el hombre de la casa, el que todo decidía sin siquiera levantar la voz,
volviera a pegarme esa cachetada que me dejó en el piso cuando les dije que
estaba embarazada, hace ya infinidad de años. Cómo si hubieran vuelto ambos de
la muerte, esa sí, muerte verdadera.
Me acomodo
despacio y reposo la cabeza arriba del almohadón que alcancé a poner debajo, y
recuerdo que el padre de mi niño era un hombre cariñoso y amable, en donde
encontré ternura, amor, todo eso que con mis padres me faltó. Jamás una barrera
entre él y yo, acercó caricias y comprendió cada una de mis rebeldías
adolescentes, fue tanto lo que dio, que nunca me importó lo que sabía desde el
principio: que él era casado. Jamás le pedí que dejara a su mujer, jamás me
hizo falta porque con él tenía todo lo que necesitaba, en esos atardeceres de
color violeta, que se confundían con sus manos generosas y sus oídos siempre
atentos a lo que yo necesitara.
Llaman a la
puerta temprano, es la mañana después del día en que mi niño hombre me llamó
por teléfono. Corro presurosa a abrirle. Antes elegí la ropa para la cita más
importante de mi vida. Cuando lo veo un amago de mareo zumba en mi cabeza, me
repongo enseguida para abrazarlo y retenerlo hasta que él se canse y me aparte,
deseosa de recuperar el tiempo perdido. Me cuesta desprenderme pero las ganas
de mirarlo y encontrar parecidos se torna perentoria. Lo miro una, dos, cien
veces y veo en los ojos la extraña sabiduría de cuando vino al mundo, en su rostro
los rasgos del padre, del que tanto tiempo hace que no se nada, nos sentamos
aún con las manos unidas, él también me observa, trata de sonreir y sin
embargo, el contorno de sus ojos enrojece antes de que se le llenen de lágrimas
que no alcanza a derramar.
Cuenta, me
cuenta, con tanta calma cómo le es posible que el hombre que amé lo llevó lejos
de mi, tras las amenazas de mis padres de darlo en adopción a cualquiera, la
esposa de él, su verdadero padre, lo adoptó y lo quiso como suyo. Ella murió
hace apenas unos meses y allí se enteró de la verdad. De la crueldad de sus
propios abuelos, a los que les importó poco matar mis esperanzas, sumirme en el
dolor más absoluto, en vez de soportar "el escarnio" que sería para
la familia, que yo tuviera un hijo sin estar casada.
Pasamos hablando
un largo rato, luego callamos y no nos hace falta más, mis manos acarician ese
rostro de hombre como no pude acariciarlo de niño, rescato de sus ojos el
tiempo perdido, de pronto se borran cuarenta y tres años como si un huracán
hubiera pasado para limpiar la angustia que me ensució por aquellos días. Lo
miro, lo beso y descubro que al fin, volveré a tener tantas esperanzas y
emociones que tal vez hasta logre perdonar a mis padres, los que me vieron
desgarrar los terrones de tierra para hundirme con mi niño, junto al pequeño
cajón blanco, que ahora supongo, estaba vacío.
Mercedes
Bianchini, noviembre de 2013
jueves, 14 de noviembre de 2013
¡Se viene...
...el libro! En breve Líneas Cruzadas con los textos del Centro Cultural Barrial Sebastián Piana y los compañeros del Tato Bores y de Chacra de los Remedios (Parque Avellaneda).
Que alegrón!!!
Que alegrón!!!
viernes, 25 de octubre de 2013
martes, 22 de octubre de 2013
martes, 15 de octubre de 2013
La vida es una mierda
La vida es una mierda, creéme, te lo digo
yo que sé bien de que hablo, yo que la lloré mas de mil noches y la toque,
apenas, más de diez veces.
Te lo digo porque me dejo con la boca llena
de palabras, frases enteras en la boca, boca que no pude abrir; porque me grabo
en la yema de los dedos varias tersuras que no volví a conseguir y que hoy no
recuerdo por el tacto sino por esa acción cobarde de no tocar.
Te lo digo porque más de una vez me tomo
desprevenida sin avisos, sin señales; pero la verdadera amargura es verla
agotarse, desmoronarse, consumirse, degradarse, desgastarse y extinguirse.
Te lo digo porque lo único que te deja es
esa silla fría, áspera e incómoda donde vas a esperar la próxima muerte
14/11/12
Natalia Bolasell
jueves, 10 de octubre de 2013
El vicio de su sombra
Prisionero
y carcelero
Voces
egoístas
son
muralla
Prisionero
y carcelero
Enmudeces
mis palabras.
Intocables
mis ansias
¿Que
importa llegar
por
los cielos?
Ser
ave, aroma o melodía.
Percibe,
En
el ritmo este canto
Recibe,
en
la fragancia mis labios.
Prisionero
y carcelero
Vuelan
mis antojos
por
tus gestos
revolotea
mi anhelo
en
tu rechazo.
Presa
inalcanzable
seduces
sin ojos
Envuélves
sin brazos
Imán
del silencio
Congelado:
Reclúyeme
en el vicio
De
mantenerme tras tu sombra.
Sol Corbalan
miércoles, 9 de octubre de 2013
El padre
Siente que los pies se agarran fuerte al piso del vagón. Se agarran, porque parecen las patas de un águila que tratan de aferrarse a la rama alta de un árbol que encontró en su vuelo rasante. Hasta puede imaginarse cómo los dedos se abren y las uñas tratan de enterrarse en los zapatos que están clavados en ese piso que de pronto enloqueció junto a toda la maquinaria que componen el vagón del tren. Todo se mueve tan rápido que cree, va a enloquecer. Ella había subido en el andén de la misma estación de siempre, ahora se hallaba en esa vorágine desconocida que la envuelve, la deshace, la une y la lanza por última vez al asiento. Por momentos pasan las casas y los árboles por la ventanilla con tanta prisa que no alcanza fijar la vista en nada, los ojos en un constante ir y venir sin atrapar un punto fijo, luego es un ritmo conocido el que le traquetea en la cabeza, el movimiento normal que utiliza el tren cuando marcha, por momentos un poco más rápido, comienza a aflojar la marcha cuando se aproxima a las estaciones, como afloja ella la garra que eran sus pies en los zapatos.
Baja en la estación que la deja a tres cuadras de su casa. Llega a ella con rapidez y al abrir la puerta larga su cotidiano:
─ Mamáaaa, ya llegué -mientras se descalza y va hasta su habitación a cambiarse de ropa.
Una voz de hombre le contesta:
─ Hola hija, ¿cómo estás? ¿cansada?
La muchacha desde la habitación, sacándose la ropa a medias, se queda tiesa en la postura de desabrocharse la camisa, con un hilo de voz pregunta:
─¿Mamá? -pero la voz del hombre se empecina en volver a llamarla hija, y en preguntarle cómo está-. Cómo ella no le contesta, le confirma:
─ Mamá no está, fue a hacer unas compras para la cena.
Luego de un rato que se alarga más de la cuenta, ella, desde el fondo de su garganta emite algo así cómo un quejido, el ruido de un animal lastimado y logra preguntarle quién es mientras sale, volviéndose a abrochar la camisa para encontrarse con el intruso que le hace tal broma pesada.
El hombre está parado en el umbral de la puerta que va de la cocina al living y le sonríe, amigable. Ella lo mira de abajo hacia arriba, siente otra vez la sensación de que algo la va a desarmar de nuevo, alcanza a percibir que se marcha en un desmayo, suave y ligero que el sillón atrapa sin dejarla caer en el piso de maderas de la casa conocida.
Intenta abrir los ojos y antes de terminar de hacerlo se dice que ya está, que ya pasó, que los va a abrir y va a estar su madre sentada al lado, preocupada, preguntándole que le pasa, tal vez tenga fiebre, tal vez el tiempo cambiante le haya afectado la salud. No, el que sigue estando allí es el hombre que le sacude los hombros y la llama para que vuelva en sí. Quedan los dos frente a frente, mirándose a los ojos y ella no puede hacer otra cosa que rendirse a la evidencia, el que está con ella allí es su padre, lo reconoce por los ojos que tiene grabados no sabe en que lugar de su memoria, en que espacio recóndito del alma, porque su padre murió cuando ella tenía tan pocos años, que es imposible recordar cómo era.
Muchas veces sueña que él no ha muerto. Que vuelve después de un largo viaje a seguir jugando a armar casitas para muñecas , o para comentarle que le gusta cómo es, rebelde y luchadora cómo él. Otras veces, en la vigilia de las mañanas, imagina cómo hubiera sido la relación entre los dos si él no hubiera muerto, qué cosas hablarían, que harían juntos al ir trepando los dos por las calles de la vida cotidiana; por eso ahora lo reconoce. O tal vez por las fotos, o por tantos momentos que la madre le ha ido juntando, para armar la historia de su vida sin el padre, para que el recuerdo de la mujer que fue su esposa la ayude a ella,hija, a construir su imagen, "si a uno no lo recuerdan vuelve a morirse una vez y otra y otra", dice siempre la madre.
Lo abraza, le pregunta porqué tardó tanto, le cuenta que siempre le hizo falta y el se ríe con la misma risa de las fotos, pero veinte años más vieja. Ella no puede apartar la vista de él, ni parar de hacerle preguntas que él no alcanza a responder. Decide correr a contarle a la madre que su padre está vivo, él le toma con dulzura las manos y le dice que espere, que salgan ellos a caminar un rato por el barrio, que le muestre cómo viven, cómo está todo en estos veinte años que pasaron desde su muerte. Ella quiere quejarse y pedirle que no hable así, que si se hubiera muerto, ahora no estaría hablando con ella, que lo abraza, que le acaricia la cara con algunas arrugas, que le dice "pa, papá papito que alegría tenerte", en vez de pedirle que no hable de la muerte.
Salen a las calles que ya tienen ese tinte oscuro que anticipa la noche, en medio del crepúsculo. Las flores de los tilos desparraman con su aroma, la primavera que nace tibia. Se escucha a lo lejos una canción que le cuenta al hijo lo que sintió el padre cuándo el nació. La voz de Ciro, la vuelve a acunar en un abrazo, cómo lo hace ahora el hombre que camina a su lado y le habla sin dejar de sonreir, de acompañarla en el mismo balanceo del paso relajado, de besarle la cara y el pelo, cómo si quisiera hacerse perdonar esos veinte años de ausencia.
Tanto tiempo caminan que las piernas le empiezan a pesar. Ella sabe que ya es muy tarde y que no podrá madrugar si no regresan ya, le dice al padre que no puede faltar al trabajo, además, la madre empezaría a preocuparse, él le confirma que entiende, que ya tendrán mucho tiempo para hablar.
Llegan a la casa, la madre ya descansa en su cuarto, harta de esperar, la cena servida en el plato tapado para que no pierda el calor. Ella pone un cubierto y un plato más y divide en partes iguales la comida para cada uno, luego de cenar lo vuelve a abrazar y se prepara la cama en el sofá.
─ Vos dormí en mi cuarto, no te preocupés, papá.
Cae tan rendida en la cama improvisada que no tarda en dormirse, antes, pone la alarma que todas las mañanas la despierta con la misma canción, y cuando empieza a sonar a ella le parece que hace veinte minutos que se acostó. Se despierta a medias y corre a prepararse un café antes de ducharse. En el trayecto que va desde el living al baño, recuerda lo que pasó la noche anterior, para asegurarse que todo esté bien, pasa antes por su cuarto. La cama, tendida, prolija como siempre se la deja su madre, la despabila antes que el café. El grito surge limpio, rotundo:
─ ¡Mamá!
Y la fuerza de la exclamación le lleva todo el aire que tiene adentro. Pregunta que le pasa, a ella, a la madre, al mundo dado vueltas que le confunde las cosas. Se calma cuando el abrazo de la madre le contiene el impulso de salir corriendo, de buscar en todas las habitaciones, en todas las calles aledañas, hasta dar con él.
─ ¿Qué fue mamá? ¿Qué fue lo que pasó? -pregunta, ya calmada, sabiendo que la madre no puede contestarle por que tampoco sabe.
Transcurre todo cómo los días anteriores y cómo los que vendrán; recién cuando llega al anden de la estación de siempre, lo cotidiano le devuelve la esperanza: si sube al tren en el que viaja a diario, en el mismo horario, puede ser que vuelva a repetirse lo mismo de ayer, hoy o mañana o cualquier día de estos.
lunes, 7 de octubre de 2013
Aire
Cómo sería no desear, no palpar, no tocar,
como sería no sentir, no vibrar,
no tener
ganas de comer
ni ganas de coger
ni lamer
ni oler bien.
Anular el deseo, descansar,
flagelarse con flores en vez de guardar
odios, impotencias, pasión
¿sería descansar?
¿sería no depender de la urgencia
de gustar, de desear, de no arder?
¿cómo sería?
¿sería por fin vivir en libertad?
Mercedes Bianchini, agosto 2013
lunes, 30 de septiembre de 2013
Muñecos altivos de puño y de bastón
Máscaras, máscaras,
todos
somos títeres:
si
quisiéramos palpar
los
cordeles que nos traen
bastaría
con alzar las manos,
o
auscultarnos por dentro
para
sentir la garra que nos lleva.
Somos
todos marionetas:
marchitas
pantomimas de una farsa.
Espantapájaros
de paja y estropajo,
cartapestas
escapadas de una carroza de carnaval,
payasos
blancos de polainas y bastón.
Bailamos
los Augustos de nariz y tirador,
monigotes
de comparsa y mascarada.
Reímos
los bufones, farsantes majestuosos
de
corcho y de percal; fantoches de algodón,
rígidos
peleles incapaces de volar.
Frankensteins
sensibles de plástico y latón,
gozamos
la comedia, muñecos de papel,
tiesos
arlequines de goma y de satén,
pierrots
inexplicables que explican su dolor.
Si
nos cortan los piolines, si nos sacan el calor
de
la mano que nos trae,
rodaríamos
sobre la arena:
rotos,
desencajados
títeres
de
paja y de cartón
con
polainas y bastón
de
percal y de algodón
con
nariz y tirador
de
plástico y latón.
A
Llorar los bufones, a sufrir con la comedia
los
muñecos de papel,
tiesos
arlequines de goma y de satén,
pierrots
explicables que inexplican su dolor.
Muertos...
Máscaras,
máscaras, máscaras.
Comando ortográfico
El detenido devenir del 95 por Azcuénaga me dejó ver un edificio, al
600, de nombre "Texto B", justo al lado de un pozo de obra en construcción,
en el que sólo alcanzo a distinguir algunas máquinas removiendo escombros.
¿Habrán desarmado otro "texto"?
Los detectives morfológicos se han lanzado tras las pétreas pistas, a fin de restaurar la decaída sintaxis
metropolitana.
viernes, 20 de septiembre de 2013
Un cuento
El viento estaba demasiado frio para
esperar en la calle y el bar británico siempre le daba una buena excusa para
entrar. Lejos de ser un bufete de mesas con formica y comidas rápidas ofrecía
una mística penumbra, sillas y paredes de madera. Entrar en esa capsula del
tiempo era no solo un privilegio sino un mimo a los sentidos
Ricardo se sentó en una mesa
cualquiera y tomo todos los diarios; necesitaba paz; paz que no encontró en los
periódicos y noto que el tic de pasar sus manos peinando el escaso cabello
entrelargo había aumentado y trato de calmarse.
El mozo se acerco a levantar su orden
y le provocó un sobresalto.
Noto que en el bar había más personas.
Un hombre más o menos de su edad se
veía aun más nervioso que él, traje y corbata, un peinado impecable mirando su
reloj como si su tiempo fuera oro en polvo y estuviera muy alterado por
perderlo; ojeaba su agenda y transcribía cosas de una página a la otra… y
volvía a mirar su reloj.
Nada interesante.
En otra mesa doble, junto a la
columna se apiñaban tres adolecentes que pronto serian seis; no hacían más que
reírse a carcajada limpia leyendo y comentando los mensajes de sus teléfonos.
Los uniformes escolares y el horario denotaban que se estaban “rateando”
-
Que épocas- recordaba Ricardo con un centenar de fotos
instantáneas corriendo en su mente.
El mozo lo volvió a
estremecer al servirle el café que había pedido
-
Ahí pasa su ex – le dijo señalando al sujeto de la ventana
con el mentón- todas las mañanas se sienta en esa mesa para verla pasa- siguió
comentando el mozo buscando una charla que no iba a producirse- recuerdo cuando
venían juntos y todo era miel !pero! todo se acaba – sirvió el vaso de agua,
dio media vuelta y se fue.
Ricardo
atrajo el café hacia sí, probo el agua, abrió los sobres de azúcar.
De pronto
entro con paso firme un tipo joven de remera blanca y manga corta, mostro un
arma.
-
¡dame todo lo que tengas!
El mozo sin
ofrecer resistencia abrió la caja y entrego todo.
Las chicas
gritaron amuchándose y ocultando los celulares. El de la mesa de la ventana
hizo algún movimiento involuntario que nadie intento descifrar. El de la agenda
se quedo paralizado y Ricardo volvió a peinarse el pelo con las manos.
De golpe un
tipo de civil en el que nadie había reparado salto desde el fondo
-
¡alto, policía!- grito con un arma en las manos.
Dos disparos
se oyeron en uno, el del reloj cayo al piso en seco y los dos se fueron, uno
perseguido por el otro en la mañana fría y desaparecieron.
Natalia
26/8/2013
jueves, 19 de septiembre de 2013
Disputa territorial
Camina siempre
erguido, bamboleándose un poco. Parece distraído, pero, cubierta por la
gorra, su cabeza gira, permitiendo a su
mirada abarcar todo en derredor. Las
mañanas, en los días escolares, cruza el
puente sobre la avenida General Paz rumbo a la Capital apurando el paso, enfundado en su guardapolvo blanco, estrecho
en su físico creciente de adolescente de catorce años que cursa sexto grado,
impulsado por los empujones de la vida y fogueado en las luchas callejeras.
Adquirió habilidad y astucia en la
defensa de su zona. También fortaleza en
la pelea frecuente. Una mochila de
escaso contenido sobre su espalda y un celular con el cual juguetea entre sus
manos. Muy cerca de él, lo siguen sus
dos hermanos menores como sujetos por un hilo invisible. Vienen del barrio acordonado por la Gendarmería,
donde las miradas con sombras de sospechas
no dan respiro, donde varias veces por año reciben la visita del Apache, el ídolo que aún a la distancia, reconoce sin
tapujos la pertenencia.
Sus ganas, se revuelven en esa lucha interna de rebeldía, entre
permanecer en la calle del hacer nada con poco, dejando transcurrir las horas
con su presencia dominante, entre pares agrandados por el miedo ajeno, las tentaciones y su
convicción de poder ilimitado en esa geografía conocida hasta sus
entrañas, o probar su audacia
extramuros, luchando por la asignación de unas cuadras donde llenar su carro a
tracción humana, hurgando en los deshechos de los otros, para con el recupero
de lo descartado saciar necesidades y defender tenaz la dignidad. También
intuye, que ésta, la puede afirmar en esa escuela, entre las cuatro paredes
de una sala de grandes ventanales, con
pupitres y sillas donde dejar caer su
físico, cobijado por el trato, el
alimento reparador y jugando en el equipo de los que saben leer, escribir y
manejar la compu.
Desde el primer día de clase, tomó
nota que la profe era una flaca de
agallas. Cuando les preguntó a cada uno el nombre y varios de los compañeros
respondieron por él: “Él, es el Román”, ella respondió: “Acá no es necesario
usar “el” delante del nombre, para todos
y para mí, es Román”. Luego le pidió amablemente que se quitara la gorra, para que pudieran conocer todo su
rostro. De nada valieron sus argumentos, porque allí dentro no llovía y el sol no
molestaba la mirada. Accedió. De todas maneras, cada tanto, se la vuelve a
calzar, para poner a prueba la autoridad
y, ella como al descuido dice: “Román, la gorra” y sigue como si nada, pero ojeando que se la quite.
Parece
que le lee el pensamiento.
Él, tenía la costumbre de dejarse la
mochila al hombro y sentarse de costado, con los pies sobre el pasillo, como en
una postura atenta de partida, igual que en la silla alrededor de la mesa, en
el dos ambientes donde vive con su familia, en el tercer piso del monoblock
cercano a la calle. Un día, ella pasó a
su lado y él creyó que fingía tropezar
con su pié. Se sobresaltó. Entonces escuchó la voz calma, casi en el oído: “Descansá. Sacáte la mochila y poné las piernas debajo del pupitre. Relajáte. No estés a la
defensiva. Aquí no te va a pasar nada
malo. Disfrutá estas horas tranquilo”. Obedeció aliviado.
Todos los días, al entrar al aula, él se
pasea entre los bancos para confirmar su
presencia y no pasar desapercibido. La profe llega y luego de saludar, se ubica en el centro del
espacio y desde allí, sin moverse,
indica la variante ubicación de cada uno. Se genera un caos de lamentos,
ruido de sillas y pupitres arrastrados, choque de zapatillas, risas, empujones.
Por fin el orden, el silencio espeso y
los recelos. No pasa día en que ella no
deba pedirle a Román que deje de toquetear a los dos o tres que tiene en la mira,
diciéndole: “Pará de molestar a tus compañeros y sentáte. ¿Hiciste la tarea?”
Por respuesta, aparece una excusa y una
promesa. A veces una ironía: “Me la afanaron profe”.
Tiene presente el día en que se rebeló, frente a la
costumbre de la maestra de cambiar siempre
la ubicación de los bancos, y hacerlos sentar en distintos lugares,
teniendo a veces, que soportar a algunos compañeros que eran del monoblock rival. De pié, le dijo que se sentaría
hasta el final del año en el asiento que estaba cerca de ella, que no iba a irse al fondo. Escuchó el
argumento de que la ley era igual para todos, que eso los ayudaba a
relacionarse, que al que no obedecía, tendría que ponerle una nota en el
cuaderno. Luego, ella se dio vuelta hacia el pizarrón donde empezó a
escribir. En ese momento, sintió que lo estaba desafiando frente a sus
compañeros del barrio y que no debía
permitirlo. Agarró el cuaderno y lo tiró
a los pies de la mujer. Ella ignoró el gesto: “Román, se te cayó el cuaderno.
Levantálo y sentáte en el banco del fondo que te asigné o dejálo sobre el
escritorio para ponerte la nota” y
siguió con su explicación sobre los sustantivos y los verbos. Lo pensó mejor,
levantó el cuaderno y se fue para el nuevo lugar, maldiciendo por lo bajo.
Hace pocos días, la mamá de su compañero Tony llegó a la escuela
acompañando a su hijo y pidió hablar con la maestra. Él la vió desde la otra
vereda, a través del incesante tráfico,
cuando cruzaba el puente trayendo de la mano al chico y ella le
clavó una mirada enojada y desafiante.
El día anterior, Román le había reclamado al pibe por el atraso en la
mensualidad del peaje, que debía pagarle para permitirle cruzar el puente
cuando iba al colegio. No sólo con él lo hacía. Todos entraron al aula,
tuvieron que esperar entre murmullos crecientes, hasta que terminara la conversación que afuera estaban teniendo las dos mujeres. Duró un largo rato.
Había tensión en el aire, como las
partículas de polvo en suspenso, inmóviles
y puestas en transparencia por
los rayos del sol que atravesaban las ventanas.
Se vió a la madre, primero enfurecida y luego lagrimeando en medio de un
abrazo.
Cuando la maestra regresó, lo hizo mirando fijamente a Román.
Luego, dirigiéndose a todos en tono
calmo pero firme, dijo que nadie tenía que pagar para caminar libremente por la
calle y por el puente. Que el abuso del
cual se había enterado era un delito y
que no iba a permitir que Tony se fuera del Colegio por ese motivo. Que los que
lo cometían no tenían códigos y se comportaban como fieras
que marcaban su territorio dominándolo a través del miedo. Lo miró a Román y se escuchó éste
intercambio:
- Creo que vos todavía
sos capaz de recordar y recuperar los códigos,
sabés a que me refiero. Si
cambiás de actitud y confío en vos para eso,
acá termina todo. ¿Qué me decís? - Se produjo un cuchicheo generalizado.
- Ellos aceptan pagar. Son de otro país y usan un
puente nuestro. Si no les cobro yo, les va a cobrar otro. Lo que saco, no me lo
quedo sólo. Si quieren pueden cruzar la
avenida por debajo del puente. - La maestra estuvo unos segundos en
silencio y expresó:
- ¿Cómo se te ocurre
cobrar peaje? Son ciudadanos que eligieron vivir aquí. Tienen los mismos derechos que todos. Si la cosa no termina hoy, voy a
citar a tus padres y conversaremos
juntos con la Directora. De vos
depende que el problema no se agrande.
- ¿Me está amenazando?
- No, te estoy avisando.
- Román en tono bajo, casi inaudible
para la mayoría, con el dedo pulgar en alto,
afirmó:
- Olvídese seño, todo
bien. Yo lo arreglo. No pasa nada. Mi padre no podría venir hasta dentro de seis años y mi madre
tampoco porque labura todo el día. Profe, yo quiero seguir viniendo al Colegio.
Desde ese diálogo, Román faltó varios días. Hoy, la maestra lo vió llegar con un brazo
enyesado, algunos golpes en el rostro y una mirada seria, reemplazando su
habitual sonrisa.
Pablo Zavaglia, Agosto 2013
viernes, 6 de septiembre de 2013
Caramelos de durazno
En la sala amplia,
atravesada por un tenue aroma a jazmín y una luz tibia que acentúa la calidez del
piso de roble, como un susurro lejano se oye una Cantata de Bach.
En la pared beige del
frente, una reproducción de Monet y en la lateral derecha cuelgan, en unos
paneles de corcho, múltiples retratos fotográficos en los que la pose y la
sonrisa son la constante de la serie.
La secretaria acomoda una
pila de papeles y mira la computadora, tal vez está trabajando o jugando al candy crush.
Estoy cómodo en el sillón,
me hundo en esa pana verde, tersa que me envuelve…podría dormir una siestecita.
-
¿Qué
caramelos compraste?
La
pregunta intempestiva y el timbre que acaba de sonar en las antípodas de Bach me
arrancan la posibilidad.
-
Los
que me pediste, murmuro.
-
¿Le
preguntás, por favor, cuándo nos toca?
-
No
seas impaciente, Mecha.
-
Pero
entonces, ¿cómo se si tengo que comerlos ya?
-
Podés
comer uno ahora y listo.
-
No,
no es así.
Se
me queda mirando, esperando. No se si levantarme a preguntar, si tratar de
calmarla o si directamente me como los caramelos yo.
Evalúo
en unas décimas de segundos qué será lo menos costoso, qué facturas puedo
evitar, las ajenas y las propias, porque uno también tiene sus principios y
tampoco puedo estar de acá para allá como un perro faldero. Algo de faldero
igual me reconozco…especialmente en estos últimos meses.
-
Sres.
Santibáñez, dice en voz alta la secretaria, el doctor los hace pasar en unos
momentos. Si quiere puede comer algo dulce, así se puede detectar mejor el
movimiento.
Salvado,
pensé.
Busco
entre aliviado y triunfante los caramelos en la mochila.
Ella
elige uno de durazno. Comienza a comerlo. Callada, mirándome con una seriedad
penetrante, fija. Parecería que tiene la cara partida entre lo duro de los ojos
y el movimiento de la boca.
Momento
pendular: no se si quedarme callado o comentar alguna nota banal de la revista
de decoración que está en el revistero, o alguna de las fotos del panel, tan
contentos, tan iguales. Mejor me callo.
O
le pregunto si quiere otro caramelo.
-¿Querés…?
-
Pará…¡tocá!
Toma
mi mano y veloz la posa en su panza. Puedo sentir los pequeños golpes, suaves, casi
rítmicos.
viernes, 30 de agosto de 2013
Si hay algo que aprendí
Si hay algo que aprendí, con el correr del tiempo, es que las personas
cargan un mundo detrás de su mirada.
Que nunca nadie se estanca verdaderamente, puede estar girando en un mismo
vórtice…. Pero eso no es estancarse.
Que cada uno anda con su historia y su histeria, que nadie tiene el poder
ni el derecho a opinar y que, gracias a eso llego a donde está.
Que uno no se enamora de la otra persona, sino más bien, de la propia
fantasía que tiene de la otra persona.
Que nunca llegamos a conocer a fondo a nadie porque nadie llega a conocerse
a sí mismo.
Que llegado el momento buscamos para el mañana algo estable, pero la
estabilidad no nos busca, porque cada mañana nos duele un nuevo musculo que
descubrimos con la osadía del día anterior.
Que ver pasar el tiempo, de cualquier forma, junto a otra persona es casi
un milagro. Que lo que ayer crearon con tanto esfuerzo hoy, puede no servir.
Que plantearse juntos un nuevo proyecto es mover una serie de engranajes que
tiene que estar preparada sin saber para qué. Que esa maquinaria de varios
metales a veces se rompe en un segundo exacto y lo descubrimos tiempo después.
Que ese quilombo de juntas y tornillos, de anillos flojos y ruido al correr
son discusiones que te hacen crecer de alguna forma, que te hacen cambiar tu
mundo detrás de tu mirada y que solo se nutre con paciencia, entendimiento,
afecto, perdones y gracias.
Natalia
11/1/2013
jueves, 8 de agosto de 2013
Llegar a destino
En la tercera estación por la que pasaban, se desocupó el
asiento frente a él. Logró acomodarse mejor, estiró las piernas hasta que
sintió un tirón, luego, los músculos se relajaron, la cabeza apoyada en el vidrio de la ventana
y los brazos cruzados sobre el pecho, dándose calor. El traqueteo del tren lo
arrullaba, cómo si alguien murmurara canciones infantiles a su oído.
El pasto lo recibió
como un colchón mullido donde podía saltar, hacer piruetas, girar sobre si
mismo y volver a caer para llenarse del olor a menta que emanaba del campo en
donde se hallaba. Algo no terminaba de acomodarse en su cuerpo, que volvía a
ser menudo, ágil, casi volátil cómo la niebla cuando amanece. Palpaba con las
manos la frescura que brotaba de las hojas de menta, nadaba en la espesura
verde cómo para embriagarse con su olor intenso, o se sumergía en el río tibio
de los atardeceres del pueblo lejano de su niñez, rodeado de sierras y nubes
bajas, con los pies desnudos iba caminando por la aspereza de las piedras en el
fondo; ya de nuevo en la tierra envolvió luciérnagas con sus manos para
entregarlas a una compañera de segundo grado, la que se sentaba en el banco de
adelante, risas de recreos, olor a tiza, a lápiz y al perfume fresco que usaba
la maestra.
El chirriar de metal
contra metal le hizo abrir los ojos. Vio que el tren se detenía en una estación
que no era en donde debía bajarse, se dio cuenta de que se había pasado, durmiéndose,
vencido por el cansancio.
-No importa,- le
dijo a la noche que se asomaba por la ventanilla-, voy hasta la terminal y a la
vuelta me bajo.
Pink Floyd comenzó a
inundarle los oídos como las palabras amables de la mujer que había amado, se
vio bailando en armonía al ritmo de la música,
con amigos a su alrededor que sentían lo mismo, el rápido fluir de la
sangre por las venas nuevas, en el paladar el gusto dulzón de los postres que
preparaba su madre cuando él era adolescente. En un arrebato de energía, se
calzó los botines para ir a jugar al fútbol, gestos aireados, gritos de alerta,
cuerpos tensos y las piernas deslizándose en una finta para meter el gol que
llevó al equipo a la victoria, campeones de la liga barrial, festejos que lo
arrastraban por el campo de juego, abrazos que lo amigaban con la vida, gritos
eufóricos y el sudor que iba cayendo por todo su cuerpo se quedaba atrapado en
la remera, en el pantalón corto, que retenían la humedad, cómo la tierra seca
que absorbe, ávida, la lluvia bienhechora.
El grito de alguien
que trataba de subir al tren en movimiento, lo volvió a ese presente de
estación a oscuras, dedujo, por el nombre que apenas alcanzó a divisar, que el
tren había llegado a destino, emprendido la vuelta y él no había logrado
bajarse donde le correspondía, absorto en un laberinto de recuerdos que ni
siquiera sabía con certeza si eran recuerdos propios o los había robado a
alguien, tal vez a la mujer que se había levantado del asiento frente a él
hacía un rato largo. Notó que algo
desbordaba en su interior, algo irrefrenable como un río que sale de su cauce
después de una tormenta. Era la certeza de no saber cuánto hacía que estaba
viajando.
El paisaje o el
recuerdo del paisaje, cambiaba constantemente, llevándolo al desconcierto.
-No importa- volvió
a decir, y el sonido de su propia voz, lo ayudó a afirmarse en algo concreto,-a
la vuelta me bajo.
El viento le traía
rumores de voces, una iglesia donde la claridad hacía lucir los colores de la
cúpula con un desparpajo jubiloso, cómo la alegría que sentía la mujer parada
al lado suyo, mientras decía:
-si, quiero-, a él y
al cura de túnica impecable en su blancura, que seguía aconsejándolos hasta que
derramaba agua sobre la cabeza del pequeño que lloraba dentro de una manta, también
blanca, también impecable, mientras él iba y venía en un juego agotador, primero
parado junto a la mujer, luego junto a la misma mujer que tenía en sus brazos
al niño que sollozaba con una insistencia que molestaba la monotonía en que
estaba encerrado en el tren, en el asiento y en el sueño de soñar irrealidades.
Pensó: ¿será que
estoy pasando una y otra vez por la estación que tendría que bajar y no lo hago?
¿o será la vida que me está pasando presurosa? El paisaje, a través de la
ventanilla, se volvía caprichoso, confuso. Campos con días luminosos cómo el
sol en días de verano, sofocante, el aire quieto que comprimía el pecho, la
boca que buscaba ávida aire con que asistirse, un árbol con su oxígeno, un río
donde sumergirse, una hamaca para balancear el cuerpo agotado con la carga de
angustias y hambres antiguos y oscuros. Noches tan negras y frías donde se le
helaba el aliento apenas exhalado, las manos se entorpecían como garras, y los
pies gemían su cansancio de días interminables explotando en ampollas
purulentas.
-lo mejor será
dormirme... dormirme y decidir que hacer una vez que me despierte- trató de
conformarse evitado mirar para afuera, a esa realidad de sueños imaginados en
que se había convertido el viaje.
Al cabo de una hora o cien, cuándo
ya consideró que había descansado lo suficiente, bajó en una estación sin
nombre, eligió sin pensarlo demasiado que esa era su estación y que allí se
quedaba. Desde el andén contempló
cómo él mismo seguía sentado en el
asiento del tren, la cabeza apoyada en el vidrio, los ojos cerrados y los
brazos cruzados sobe el pecho. Dejó que esa parte de él siguiera viajando
eternamente, para descansar por fin, pasándose siempre de la estación en que
debería haberse bajado ya ni sabía cuántas horas, o días o años. Mientras el
tren se alejaba perdiéndose en la bruma, empezó a caminar en sentido contrario.
A lo lejos, lo esperaba una mañana calurosa, resplandeciente de sol, de ríos
refrescantes y pájaros que cantaban agradeciendo el verano.
Mercedes Bianchini, agosto 2013
jueves, 1 de agosto de 2013
Hola, subo un enlace, para los que no han venido ayer, sobre el cuento a leer para la próxima.
El cuento se llama Bachman y es de Vladimir Nabokov:
http://www.cuentosinfin.com/bachmann/
Saludos
Riqui
Pdta: Lo he subido sin fondos, sin ninguna forma... Claudia si queres podes modificarlo...jeje
El cuento se llama Bachman y es de Vladimir Nabokov:
http://www.cuentosinfin.com/bachmann/
Saludos
Riqui
Pdta: Lo he subido sin fondos, sin ninguna forma... Claudia si queres podes modificarlo...jeje
martes, 23 de julio de 2013
Marcas
Acerco esta vez, un intento de prosa poética (aunque esta etiqueta le queda muy holgada), sobre una de las formas de nuestra memoria colectiva.
Cariños,
Claudia
Cariños,
Claudia
viernes, 19 de julio de 2013
19 de Julio del 2007
Hace 6 años moría, no nos dejaba, el Negro Fontanarrosa. Esta entrada tiene que ver con eso y algo más.
El título de mí texto es una referencia a uno de sus mejores cuentos(*)
Sepan disculpar, esto no es lo mío, pero va:
(*) El cuento se llama 19 de diciembre de 1971. dejo un link de la web del Negro para que lo lean. Aún los/las no futboleros/as lo pueden disfrutar.
http://www.negrofontanarrosa.com/publica/cuentos/fp_cn_t.asp?id=17
El título de mí texto es una referencia a uno de sus mejores cuentos(*)
Sepan disculpar, esto no es lo mío, pero va:
19 de Julio
de 2007
Que te
voy a explicar a vos Negro.
Si yo,
que aflojaba por cada uno que se iba, con cada compañero de la vida, por vos no
pude ni un poco, de llorar nada.
Te digo
que cuando lo vi al hijo del gordo Osvaldo en la foto del entierro con la
adolescencia quieta y la camiseta del cuervo usada, yo, que soy quemero a
mucha honra, no pude dominar lo que caía, no pude contener lo que brotaba.
Y que
te cuento del llanto por Adolfo, el de la sonrisa pícara y las canas eternas,
con su dolencia larga. Antes me paso con el Alfredo, el que usaba gomina y
pinta añeja, ese de la voz querible. Hay quien dice que es de otra orilla y
miente, si la emoción no sabe de lenguas, menos aun sabrá de patrias.
No fue
con los únicos Negro, no creas, también llore por Don Osvaldo, con el Recuerdo
del gran tango, y algo de eso se pianto con Alberto, el otro negro, el
que de tanto jugar se la creyó que volaba.
También
cuando John fue muerto por un ¿loco? y que te puedo decir de los postreros. Del
gordo Alorza, un verdadero hereje, el de la guardia. Hace poquito nomás me toco
el Flaco, con su voz rabiosa, casi invisible, se llevo un cacho de mi juventud
, mi infancia. Con que cara te digo Negro, que por vos no pude llorar nada.
Y no
Negro, no es por tanta risa y menos por tu última broma, que no es grata. No es
por eso Negro es otra cosa, que nunca escribí de puro maula.
Que te
voy a contar que vos no sepas Negro. Si como vos, también fui el monito, el del
sueño precoz, el que bordaba. Si ese cuento se lo dedicaste con justicia al
otro Osvaldo, el maestro escriba de otras voces, de tantas poesías futboleras,
de esa, nuestra magia.
Hoy,
que ya no quedan conejos, cabriolas, ni fanfarrias, nos falta el tipo que la
escolaseaba, ese que la llevaba junto al pie con el trazo justo y la mansa
sonrisa dibujada.
Perdón
por el choreo Negro, pero me tropecé con las palabras y dolores, cuando me
hiciste un foul artero, un foul de atrás lejos del área.
Perdón
por el choreo Negro, es homenaje, de un tipo que de llorar sabe lo justo, pero
de garabatear no sabe nada.
Como te
iba a llorar, Negro querido, si te fuiste el día del gran silencio, esa nota
muda de la nada, cuando lo había dejado a mi viejo, mi papá, solo para siempre,
empeñando la última lágrima y hoy se me hace que flotaba tu partida, porque vos
también abandonabas.
Si te
fuiste al otro día que don Tucho, durmiéndote de a poco, igual que el viejo,
igual, dos gotas de agua, sin llamar la atención, sin levantar la voz, si en la
puta vida te hizo falta.
Como
olvidar que esos dos días malditos iban en yunta, ocultos por detrás de la
nevada. Lo tengo claro porque aquel frío hoy no afloja, porque el corazón me
dijo basta, se plantó y desde ese ayer, no es más que escarcha.
Riqui
http://www.negrofontanarrosa.com/publica/cuentos/fp_cn_t.asp?id=17
miércoles, 17 de julio de 2013
Clase
Buen día! Posteo un texto breve que le había acercado a Julio y va con una primer reescritura.
Bueno muchachos a ver si por este medio o por el que más les guste vamos activando.
Cariños!
La Gallega.
Bueno muchachos a ver si por este medio o por el que más les guste vamos activando.
Cariños!
La Gallega.
lunes, 15 de julio de 2013
Estoy probando con un nuevo blog por si no podemos recuperar el anterior.
Vuelvo a pegar el link con el cuento de Rodolfo Walsh: "Nota al pie"
http://niusleter.com.ar/biblioteca/RodolfoWalshNotaalpie.pdf
Saludos
Riqui
Vuelvo a pegar el link con el cuento de Rodolfo Walsh: "Nota al pie"
http://niusleter.com.ar/biblioteca/RodolfoWalshNotaalpie.pdf
Saludos
Riqui
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