Caigo. Con la
imaginación resbalo hacia una oscuridad donde deja de existir el presente. Los
dolores de huesos en la cintura, actuales, me recuerdan a otros, lejanos, que
quieren salir a la superficie, lúcidos y claros: los dolores de cuando estaba
pariendo. Es como sentir de nuevo las fuerzas desde mis entrañas y los gritos
que se quedaban adentro, antes de aflorar porque: "de nada sirve gritar,
m'hija, que lo único que le va a quitar son las fuerzas para seguir
pujando". La partera que murmuraba en mi oído era grande y corpulenta como
un árbol verde y frondoso, esos que se ven en las postales y una quisiera
tocarlos para llenarse de frescura. Sí, esa era la sensación que me daba la
imagen de la mujer de delantal blanco y sonrisa amplia, en medio del dolor que
quebraba mi cintura y mi pelvis. Ese único consuelo.
Por un instante
que se quedará por siempre dentro de mí, vi a mi hijo. Colorado, largo, salió
llorando aún antes de marchar fuera de mis entrañas, como para tranquilizarme y
decirme que ya estaba allí, pronto a sentir mi piel, palparme, succionar de mis
pechos el alimento, conectarse con mi ser desde fuera de mi cuerpo, el que
había habitado nueve meses. Me miró con esos ojos de extraña y lejana sabiduría
que nunca, por más que lo intenté una y mil veces, pude olvidar.
Después llegaron
los días del tormento, la angustia, que no se ve, ni se habla, desgarra por
dentro y obliga al silencio resignado de las mañanas que traen la esperanza
para todo el mundo menos para una. Las mañanas del día después que alguien
comunica con voz apenada que el niño se fue, que se murió, que tal vez sea
mejor eso y no que sufra más tarde, que una extraña deformación en el corazón,
o en el vientre, o en el hígado, lo arrebató de mis brazos, aún antes de que
pudieran cobijarlo.
Lo demás fueron
horas, días, semanas que luego devinieron en años, en donde sólo habité el espacio del
desequilibrio, la desolación. La ausencia llenaba todo, como la esperanza había
colmado cada uno de los días de la espera, algodón y tersura, nada más.
Hace apenas un
par de minutos que recibí un llamado. Primero me sobresalté, pensé tal vez en
alguna vieja amiga con algún viejo problema que volvía ese miércoles a la
noche, pero no. Una voz de hombre que me traía reminiscencias que no alcanza a
distinguir de que o quien, preguntaba por mí, si estaba en casa, si podía
hablar con él. Fue en ese instante que comenzó la caída, ese resbalarme hacia
la oscuridad en donde, sin embargo, se adivina un pasillo luminoso.
La voz, queriendo
hablar sin lastimar, precavida, con mil y un resguardo me contaba despacio,
dándome tiempo a la esperanza, que él, mi único hijo, al que vislumbré apenas
hace cuarenta y tres años, estaba allí, del otro del teléfono, que estaba vivo.
Los días de la
juventud se miden rápidos, se alejan con su carga subyugante de soberbias y alegrías,
los días del dolor en cambio, comienzan a hacer nido en la vejez que empieza,
son los días que se multiplican en preguntas sin respuestas, en fijarse en
otros cómo podría haber sido el hijo si hubiera vivido. Cómo hubiera ido
cambiando el color de pelo, de piel, de ojos, cómo sería su manera espontánea
de reír, o de abrazar o de correr a los brazos ansiosos que lo esperaban. Un
cajón blanco cerrado es el fin de la esperanza, de la alegría, y más, cuando al
pasar los años el milagro de patadas dentro del vientre no vuelve a repetirse.
Y él ahora así,
llega irrumpiendo en el principio del ocaso, regalándome la vida de nuevo.
Dejo el teléfono
con las manos que tiemblan todavía, me recuesto en el sillón que uso para ver
televisión y los rostros severos de mis padres me sacuden la cabeza como si él,
el hombre de la casa, el que todo decidía sin siquiera levantar la voz,
volviera a pegarme esa cachetada que me dejó en el piso cuando les dije que
estaba embarazada, hace ya infinidad de años. Cómo si hubieran vuelto ambos de
la muerte, esa sí, muerte verdadera.
Me acomodo
despacio y reposo la cabeza arriba del almohadón que alcancé a poner debajo, y
recuerdo que el padre de mi niño era un hombre cariñoso y amable, en donde
encontré ternura, amor, todo eso que con mis padres me faltó. Jamás una barrera
entre él y yo, acercó caricias y comprendió cada una de mis rebeldías
adolescentes, fue tanto lo que dio, que nunca me importó lo que sabía desde el
principio: que él era casado. Jamás le pedí que dejara a su mujer, jamás me
hizo falta porque con él tenía todo lo que necesitaba, en esos atardeceres de
color violeta, que se confundían con sus manos generosas y sus oídos siempre
atentos a lo que yo necesitara.
Llaman a la
puerta temprano, es la mañana después del día en que mi niño hombre me llamó
por teléfono. Corro presurosa a abrirle. Antes elegí la ropa para la cita más
importante de mi vida. Cuando lo veo un amago de mareo zumba en mi cabeza, me
repongo enseguida para abrazarlo y retenerlo hasta que él se canse y me aparte,
deseosa de recuperar el tiempo perdido. Me cuesta desprenderme pero las ganas
de mirarlo y encontrar parecidos se torna perentoria. Lo miro una, dos, cien
veces y veo en los ojos la extraña sabiduría de cuando vino al mundo, en su rostro
los rasgos del padre, del que tanto tiempo hace que no se nada, nos sentamos
aún con las manos unidas, él también me observa, trata de sonreir y sin
embargo, el contorno de sus ojos enrojece antes de que se le llenen de lágrimas
que no alcanza a derramar.
Cuenta, me
cuenta, con tanta calma cómo le es posible que el hombre que amé lo llevó lejos
de mi, tras las amenazas de mis padres de darlo en adopción a cualquiera, la
esposa de él, su verdadero padre, lo adoptó y lo quiso como suyo. Ella murió
hace apenas unos meses y allí se enteró de la verdad. De la crueldad de sus
propios abuelos, a los que les importó poco matar mis esperanzas, sumirme en el
dolor más absoluto, en vez de soportar "el escarnio" que sería para
la familia, que yo tuviera un hijo sin estar casada.
Pasamos hablando
un largo rato, luego callamos y no nos hace falta más, mis manos acarician ese
rostro de hombre como no pude acariciarlo de niño, rescato de sus ojos el
tiempo perdido, de pronto se borran cuarenta y tres años como si un huracán
hubiera pasado para limpiar la angustia que me ensució por aquellos días. Lo
miro, lo beso y descubro que al fin, volveré a tener tantas esperanzas y
emociones que tal vez hasta logre perdonar a mis padres, los que me vieron
desgarrar los terrones de tierra para hundirme con mi niño, junto al pequeño
cajón blanco, que ahora supongo, estaba vacío.
Mercedes
Bianchini, noviembre de 2013
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