Viernes, casi las siete de la tarde. Termina de responder
unos mails. Acomoda unos papeles y oye que Emilio saluda desde la puerta, ¡Buen
finde!
- Igual para vos, le alcanza a decir. La frase le salió
bajita, casi inaudible.
El finde…
No tenía idea qué iba a hacer durante esos dos días que lo
separaban de la rutina laboral. Lo más probable era dormir un poco más, jugar
en la computadora, mirar tv. Renegar con los chicos, esa era una fija. Otra:
enfrentar la demanda de la mujer de alguna salida o de recibir visitas. No
sabía cuál de las dos era peor.
A él le gustaba quedarse acovachado, sin necesidad de
programa. Y que nadie lo jodiera. Pero, se sabe, la vida familiar no te da esos
privilegios.
Las siete y cinco. Levanta la vista. Un desierto de escritorios
heterogéneos, con una paleta en la que predomina el gris con algún que otro
marrón gastado. Ya volaron todos, alegres porque es viernes. ¿Cómo pueden contentarse por el día? ¿Por qué facebook aparece lleno de lamentos los
lunes? ¿Qué es eso de deprimirse domingo por la tarde? ¿Por qué no un martes al
mediodía? Si no hace falta calendario para bajonearse.
Y bueno, habrá que enfrentarlo, se viene el “finde”. Se
levantó, agarró el libro, la mochila y bajó los cuatros pisos. El ascensor
metálico con esa sensación de hermetismo le sumó unos puntos al desasosiego que
ya había comenzado a fluir por su cuerpo. Un dolor tenue en el medio del
estómago. Se miró en el espejo, que le devolvió unas ojeras acentuadas, un
tanto amarronadas, gastadas como los escritorios.
Salió a la calle y el golpe de calor logró acrecentar el malestar.
Esperó el 61 en una fila que no era muy larga, para empalmar con el tren hasta Turdera. Unas cuadras y llegaría a la casa, para pasar el maldito
fin de semana.
Al llegar a Constitución volvió a preguntarse, como tantos
días, por qué las estaciones de tren tenían la capacidad de combinar edificios de
una arquitectura tan magnífica e imponente con una suciedad esparcida por suelos y
paredes, con ese olor nauseabundo de una mixtura extraña en la que no faltaba
el orín y el aroma del aceite quemado.
La diseminación de puestos callejeros volvían laberíntica la
entrada al edificio de la estación para quien no estuviera entrenado. Pero él
lo estaba y sorteó sin problemas mesitas y mantas.
Alcanzó el andén cuando estaba a un par de minutos la
partida. ¡Que desgracia!, ni siquiera el tren lo ayudaba a retrasar el
comienzo del finde.
Llegó a sentarse con la clara convicción de que algún
tullido o señora mayor aparecería de un momento a otro. Esta previsión no
aumentó tanto su malhumor como algunos rostros de miradas sonrientes que no
paraban de mandar mensajes por sus teléfonos celulares. ¿De qué carajo estarán
contentos estos? Deben estar meta mandar esos estúpidos emoticones de caritas
felices y muchos signos de admiración. Idiotas.
El tren comenzó a deslizarse despacio y poco a poco comenzó
a ganar velocidad. Era agradable ver la nada por la ventanilla. Entrecerrar los ojos como para desenfocar la
vista; así sólo llegaban manchones de color, formas extrañas que
podían ser lo que uno quisiera que fueran.
Ya habían pasado tres estaciones. Una procesión de
vendedores ambulantes continuaba ofreciendo desde maní con chocolate, posiblemente derretido, hasta medias, tijeras, linternas, portatarjetas.
El tullido no aparecía y la vieja tampoco. Mala señal.
Se bajo en la estación. Un punto anaranjado terminaba de esconderse en el horizonte. El calor no había cedido, el
hormigón lo conservaba. Intacto. Se aflojó la corbata.
Caminó un par de cuadras. Decidió comprar unos cigarrillos
en el kiosco de Pavón. No tenía muchas ganas de fumar, pero un pucho le daría unos
minutos más antes de llegar a la casa.
Se acodó en una tapia, la mochila le oficiaba de almohadón y
encendió un cigarrillo.
Sonó el celular. Tono de mensaje.
“Dónde estás? Llamá”, leyó.
Ni un pucho tranquilo me puedo fumar. Ya empezamos “el
finde” con exigencias. Llamá, qué carajo voy a llamar si estoy a tres cuadras
de mi casa. Que me dejen de joder.
Terminó el cigarrillo mientras unas adolescentes pasaban por
la calle empujándose y gritando.
Dio unos pasos y otro bip de mensaje. Ana. Otra vez. ¿Pero
qué le pasa a esta mina hoy? Lo volvió a guardar.
Abrió la puerta y sin llegar a saludar Ana se le vino al humo:
-Che, ¿no te funciona el celular?
-¿Qué es tan urgente, me decís?, ¿Qué pasa, tenía que traer
pan lactal o te olvidaste de comprar los huevos?
Ella le clavó una mirada fría, triunfal.
- Internaron a tu viejo, tuvo un
infarto. Está en la Clínica Modelo de Lanús.
Agradeció internamente la síntesis sin condolencias.
Cayó en la cuenta de que se había quedado callado, frente a los
ojos de Ana que lo miraban esperando. Ella siempre esperaba y él no sabía por
qué.
- Bueno, me doy una ducha y voy para
allá.
-Tu mamá está en la clínica y tu hermana va a pasar a dejar los
chicos para poder ir a verlo.
Sin más se metió en el baño, rápido. Quería tratar de evitar
el viaje con la hermana que seguramente iba a estar llorando y él no tenía
ganas de soportar emociones que le eran ajenas.
Se cambió y en menos de diez minutos ya estaba nuevamente en
la puerta de calle.
Ana lo cruzó.
- ¿No vas a esperar a Julia? Ya debe
estar llegando.
- No, quiero ir rápido, tratar
de hablar con los médicos, acompañar a mi vieja, mintió.
Salió a la calle. Apuró el paso en las dos primeras cuadras,
luego desaceleró.
Comenzó a caer una garúa fina. Sostenida.
En la estación semivacía pateó unas piedritas hacia las vías.
Sacó un cigarrillo bajo el techo verde de zinc que la lluvia batía, ahora más intensa, con algún que otro estruendo.
Se sentó en el andén, viendo las manchas de vapor que se alzaban del piso aún caliente, a esperar que en el
policlínico funcionara algún televisor y el "finde", que estaba por comenzar, pasara lo más rápido posible.
Claudia López Barros, 01 de febrero de 2014