Camina siempre
erguido, bamboleándose un poco. Parece distraído, pero, cubierta por la
gorra, su cabeza gira, permitiendo a su
mirada abarcar todo en derredor. Las
mañanas, en los días escolares, cruza el
puente sobre la avenida General Paz rumbo a la Capital apurando el paso, enfundado en su guardapolvo blanco, estrecho
en su físico creciente de adolescente de catorce años que cursa sexto grado,
impulsado por los empujones de la vida y fogueado en las luchas callejeras.
Adquirió habilidad y astucia en la
defensa de su zona. También fortaleza en
la pelea frecuente. Una mochila de
escaso contenido sobre su espalda y un celular con el cual juguetea entre sus
manos. Muy cerca de él, lo siguen sus
dos hermanos menores como sujetos por un hilo invisible. Vienen del barrio acordonado por la Gendarmería,
donde las miradas con sombras de sospechas
no dan respiro, donde varias veces por año reciben la visita del Apache, el ídolo que aún a la distancia, reconoce sin
tapujos la pertenencia.
Sus ganas, se revuelven en esa lucha interna de rebeldía, entre
permanecer en la calle del hacer nada con poco, dejando transcurrir las horas
con su presencia dominante, entre pares agrandados por el miedo ajeno, las tentaciones y su
convicción de poder ilimitado en esa geografía conocida hasta sus
entrañas, o probar su audacia
extramuros, luchando por la asignación de unas cuadras donde llenar su carro a
tracción humana, hurgando en los deshechos de los otros, para con el recupero
de lo descartado saciar necesidades y defender tenaz la dignidad. También
intuye, que ésta, la puede afirmar en esa escuela, entre las cuatro paredes
de una sala de grandes ventanales, con
pupitres y sillas donde dejar caer su
físico, cobijado por el trato, el
alimento reparador y jugando en el equipo de los que saben leer, escribir y
manejar la compu.
Desde el primer día de clase, tomó
nota que la profe era una flaca de
agallas. Cuando les preguntó a cada uno el nombre y varios de los compañeros
respondieron por él: “Él, es el Román”, ella respondió: “Acá no es necesario
usar “el” delante del nombre, para todos
y para mí, es Román”. Luego le pidió amablemente que se quitara la gorra, para que pudieran conocer todo su
rostro. De nada valieron sus argumentos, porque allí dentro no llovía y el sol no
molestaba la mirada. Accedió. De todas maneras, cada tanto, se la vuelve a
calzar, para poner a prueba la autoridad
y, ella como al descuido dice: “Román, la gorra” y sigue como si nada, pero ojeando que se la quite.
Parece
que le lee el pensamiento.
Él, tenía la costumbre de dejarse la
mochila al hombro y sentarse de costado, con los pies sobre el pasillo, como en
una postura atenta de partida, igual que en la silla alrededor de la mesa, en
el dos ambientes donde vive con su familia, en el tercer piso del monoblock
cercano a la calle. Un día, ella pasó a
su lado y él creyó que fingía tropezar
con su pié. Se sobresaltó. Entonces escuchó la voz calma, casi en el oído: “Descansá. Sacáte la mochila y poné las piernas debajo del pupitre. Relajáte. No estés a la
defensiva. Aquí no te va a pasar nada
malo. Disfrutá estas horas tranquilo”. Obedeció aliviado.
Todos los días, al entrar al aula, él se
pasea entre los bancos para confirmar su
presencia y no pasar desapercibido. La profe llega y luego de saludar, se ubica en el centro del
espacio y desde allí, sin moverse,
indica la variante ubicación de cada uno. Se genera un caos de lamentos,
ruido de sillas y pupitres arrastrados, choque de zapatillas, risas, empujones.
Por fin el orden, el silencio espeso y
los recelos. No pasa día en que ella no
deba pedirle a Román que deje de toquetear a los dos o tres que tiene en la mira,
diciéndole: “Pará de molestar a tus compañeros y sentáte. ¿Hiciste la tarea?”
Por respuesta, aparece una excusa y una
promesa. A veces una ironía: “Me la afanaron profe”.
Tiene presente el día en que se rebeló, frente a la
costumbre de la maestra de cambiar siempre
la ubicación de los bancos, y hacerlos sentar en distintos lugares,
teniendo a veces, que soportar a algunos compañeros que eran del monoblock rival. De pié, le dijo que se sentaría
hasta el final del año en el asiento que estaba cerca de ella, que no iba a irse al fondo. Escuchó el
argumento de que la ley era igual para todos, que eso los ayudaba a
relacionarse, que al que no obedecía, tendría que ponerle una nota en el
cuaderno. Luego, ella se dio vuelta hacia el pizarrón donde empezó a
escribir. En ese momento, sintió que lo estaba desafiando frente a sus
compañeros del barrio y que no debía
permitirlo. Agarró el cuaderno y lo tiró
a los pies de la mujer. Ella ignoró el gesto: “Román, se te cayó el cuaderno.
Levantálo y sentáte en el banco del fondo que te asigné o dejálo sobre el
escritorio para ponerte la nota” y
siguió con su explicación sobre los sustantivos y los verbos. Lo pensó mejor,
levantó el cuaderno y se fue para el nuevo lugar, maldiciendo por lo bajo.
Hace pocos días, la mamá de su compañero Tony llegó a la escuela
acompañando a su hijo y pidió hablar con la maestra. Él la vió desde la otra
vereda, a través del incesante tráfico,
cuando cruzaba el puente trayendo de la mano al chico y ella le
clavó una mirada enojada y desafiante.
El día anterior, Román le había reclamado al pibe por el atraso en la
mensualidad del peaje, que debía pagarle para permitirle cruzar el puente
cuando iba al colegio. No sólo con él lo hacía. Todos entraron al aula,
tuvieron que esperar entre murmullos crecientes, hasta que terminara la conversación que afuera estaban teniendo las dos mujeres. Duró un largo rato.
Había tensión en el aire, como las
partículas de polvo en suspenso, inmóviles
y puestas en transparencia por
los rayos del sol que atravesaban las ventanas.
Se vió a la madre, primero enfurecida y luego lagrimeando en medio de un
abrazo.
Cuando la maestra regresó, lo hizo mirando fijamente a Román.
Luego, dirigiéndose a todos en tono
calmo pero firme, dijo que nadie tenía que pagar para caminar libremente por la
calle y por el puente. Que el abuso del
cual se había enterado era un delito y
que no iba a permitir que Tony se fuera del Colegio por ese motivo. Que los que
lo cometían no tenían códigos y se comportaban como fieras
que marcaban su territorio dominándolo a través del miedo. Lo miró a Román y se escuchó éste
intercambio:
- Creo que vos todavía
sos capaz de recordar y recuperar los códigos,
sabés a que me refiero. Si
cambiás de actitud y confío en vos para eso,
acá termina todo. ¿Qué me decís? - Se produjo un cuchicheo generalizado.
- Ellos aceptan pagar. Son de otro país y usan un
puente nuestro. Si no les cobro yo, les va a cobrar otro. Lo que saco, no me lo
quedo sólo. Si quieren pueden cruzar la
avenida por debajo del puente. - La maestra estuvo unos segundos en
silencio y expresó:
- ¿Cómo se te ocurre
cobrar peaje? Son ciudadanos que eligieron vivir aquí. Tienen los mismos derechos que todos. Si la cosa no termina hoy, voy a
citar a tus padres y conversaremos
juntos con la Directora. De vos
depende que el problema no se agrande.
- ¿Me está amenazando?
- No, te estoy avisando.
- Román en tono bajo, casi inaudible
para la mayoría, con el dedo pulgar en alto,
afirmó:
- Olvídese seño, todo
bien. Yo lo arreglo. No pasa nada. Mi padre no podría venir hasta dentro de seis años y mi madre
tampoco porque labura todo el día. Profe, yo quiero seguir viniendo al Colegio.
Desde ese diálogo, Román faltó varios días. Hoy, la maestra lo vió llegar con un brazo
enyesado, algunos golpes en el rostro y una mirada seria, reemplazando su
habitual sonrisa.
Pablo Zavaglia, Agosto 2013
Muy bueno Pablo. Por publicar y por el cuento.
ResponderBorrarMe parece un salto de calidad en tu escritura, porque este texto es pura acción, las descripciones( de personas o lugares) son a partir de hechos y eso es muy valorable, el texto esta vivo todo el tiempo.
Después hay, como siempre, frases logradas y una densidad que consigue incomodar bastante.
Si me deja pensando un poco, con dudas, el narrador. O mejor dicho, el tono que utiliza el narrador, expresado en algunas formas que me parece que "alivianan" al texto. Pongo un ejemplo, tal vez en ves de decir que la profe tiene agallas, que pasaría si dijera huevos...Tal vez probar con un narrador más cercano, más del palo...
Y el otro tema que me hace un poco de ruido es el perfil de la maestra, creo que está idealizada. El pibe es contradictorio y eso suma un montón, pero la maestra no me cierra mucho.
Saludos
Riqui
El comentario de Riqui prácticamente sintetiza algunas de las cuestiones que surgieron luego de la lectura, en el taller. Coincido especialmente en que la maestra está muy idealizada y que hay que agregar un poco más de tensión en ese ambiente que se crea y que es muy interesante!
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