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Taller de lectura y escritura.

lunes, 30 de septiembre de 2013

Muñecos altivos de puño y de bastón

Máscaras, máscaras,
todos somos títeres:
si quisiéramos palpar
los cordeles que nos traen
bastaría con alzar las manos,
o auscultarnos por dentro
para sentir la garra que nos lleva.
Somos todos marionetas:
marchitas pantomimas de una farsa.
Espantapájaros de paja y estropajo,
cartapestas escapadas de una carroza de carnaval,
payasos blancos de polainas y bastón.
Bailamos los Augustos de nariz y tirador,
monigotes de comparsa y mascarada.
Reímos los bufones, farsantes majestuosos
de corcho y de percal; fantoches de algodón,
rígidos peleles incapaces de volar.
Frankensteins sensibles de plástico y latón,
gozamos  la comedia, muñecos de papel,
tiesos arlequines de goma y de satén,
pierrots inexplicables que explican su dolor.

Si nos cortan los piolines, si nos sacan el calor
de la mano que nos trae,
rodaríamos sobre la arena:
rotos,
desencajados títeres
de paja y de cartón
con polainas y bastón
de percal y de algodón
con nariz y tirador
de plástico y latón.
A Llorar los bufones, a sufrir con la comedia
los muñecos de papel,
tiesos arlequines de goma y de satén,
pierrots explicables que inexplican su dolor.
Muertos...
Máscaras, máscaras, máscaras.

G.M. Mayo de 2013                                                                        Gabriel Martino


Comando ortográfico

El detenido devenir del 95 por Azcuénaga me dejó ver un edificio, al 600, de nombre "Texto B", justo al lado de un pozo de obra en construcción, en el que sólo alcanzo a distinguir algunas máquinas removiendo escombros.
¿Habrán desarmado otro "texto"?
Los detectives morfológicos se han lanzado tras las pétreas pistas, a fin de restaurar la decaída sintaxis metropolitana.

Claudia, septiembre 30, 2013

viernes, 20 de septiembre de 2013

Un cuento

El viento estaba demasiado frio para esperar en la calle y el bar británico siempre le daba una buena excusa para entrar. Lejos de ser un bufete de mesas con formica y comidas rápidas ofrecía una mística penumbra, sillas y paredes de madera. Entrar en esa capsula del tiempo era no solo un privilegio sino un mimo a los sentidos
Ricardo se sentó en una mesa cualquiera y tomo todos los diarios; necesitaba paz; paz que no encontró en los periódicos y noto que el tic de pasar sus manos peinando el escaso cabello entrelargo había aumentado y trato de calmarse.
El mozo se acerco a levantar su orden y le provocó un sobresalto.
Noto que en el bar había más personas.
Un hombre más o menos de su edad se veía aun más nervioso que él, traje y corbata, un peinado impecable mirando su reloj como si su tiempo fuera oro en polvo y estuviera muy alterado por perderlo; ojeaba su agenda y transcribía cosas de una página a la otra… y volvía a mirar su reloj.
Nada interesante.
En otra mesa doble, junto a la columna se apiñaban tres adolecentes que pronto serian seis; no hacían más que reírse a carcajada limpia leyendo y comentando los mensajes de sus teléfonos. Los uniformes escolares y el horario denotaban que se estaban “rateando”
-         Que épocas- recordaba Ricardo con un centenar de fotos instantáneas corriendo en su mente.
El mozo lo volvió a estremecer al servirle el café que había pedido
-         Ahí pasa su ex – le dijo señalando al sujeto de la ventana con el mentón- todas las mañanas se sienta en esa mesa para verla pasa- siguió comentando el mozo buscando una charla que no iba a producirse- recuerdo cuando venían juntos y todo era miel !pero! todo se acaba – sirvió el vaso de agua, dio media vuelta y se fue.
Ricardo atrajo el café hacia sí, probo el agua, abrió los sobres de azúcar.
De pronto entro con paso firme un tipo joven de remera blanca y manga corta, mostro un arma.
-         ¡dame todo lo que tengas!
El mozo sin ofrecer resistencia abrió la caja y entrego todo.
Las chicas gritaron amuchándose y ocultando los celulares. El de la mesa de la ventana hizo algún movimiento involuntario que nadie intento descifrar. El de la agenda se quedo paralizado y Ricardo volvió a peinarse el pelo con las manos.
De golpe un tipo de civil en el que nadie había reparado salto desde el fondo
-         ¡alto, policía!- grito con un arma en las manos.
Dos disparos se oyeron en uno, el del reloj cayo al piso en seco y los dos se fueron, uno perseguido por el otro en la mañana fría y desaparecieron.

Natalia

26/8/2013

jueves, 19 de septiembre de 2013

Disputa territorial

Camina siempre erguido, bamboleándose un poco.  Parece distraído, pero, cubierta por la gorra, su cabeza gira, permitiendo a su mirada  abarcar todo en derredor. Las mañanas, en los días escolares, cruza  el puente sobre la avenida General Paz rumbo a la Capital apurando el paso,  enfundado en su guardapolvo blanco, estrecho en su físico creciente de adolescente de catorce años que cursa sexto grado, impulsado por los empujones de la vida y fogueado en las luchas callejeras. Adquirió  habilidad y astucia en la defensa de su  zona. También fortaleza en la pelea frecuente.  Una mochila de escaso contenido sobre su espalda y un celular con el cual juguetea entre sus manos.  Muy cerca de él, lo siguen sus dos hermanos menores como sujetos por un hilo invisible. Vienen  del barrio acordonado por la Gendarmería, donde las miradas con sombras de sospechas  no dan respiro, donde varias veces por año reciben la visita del Apache, el ídolo que aún a la distancia, reconoce sin tapujos la pertenencia.
     Sus ganas, se revuelven  en esa lucha interna de rebeldía, entre permanecer en la calle del hacer nada con poco, dejando transcurrir las horas con su presencia dominante, entre pares agrandados por el miedo ajeno, las tentaciones  y  su convicción de poder ilimitado en esa geografía conocida hasta sus entrañas,  o probar su audacia extramuros, luchando por la asignación de unas cuadras donde llenar su carro a tracción humana, hurgando en los deshechos de los otros, para con el recupero de lo descartado saciar necesidades y defender tenaz la dignidad. También intuye, que ésta, la puede afirmar en esa escuela, entre las cuatro paredes de  una sala de grandes ventanales, con pupitres y sillas donde dejar  caer su físico, cobijado por el  trato, el alimento reparador y jugando en el equipo de los que saben leer, escribir y manejar la compu.   
     Desde el primer día de clase, tomó nota  que la profe era una flaca de agallas. Cuando les preguntó a cada uno el nombre y varios de los compañeros respondieron por él: “Él, es el Román”, ella respondió: “Acá no es necesario usar “el”  delante del nombre, para todos y para mí,  es  Román”. Luego le pidió amablemente  que se quitara  la gorra, para que pudieran conocer todo su rostro.  De nada valieron sus argumentos,  porque allí dentro no llovía y el sol no molestaba la mirada. Accedió. De todas maneras, cada tanto, se la vuelve a calzar,  para poner a prueba la autoridad y, ella como al descuido dice: “Román, la gorra” y sigue  como si nada, pero ojeando que se la quite.  
     Parece  que le lee  el pensamiento. Él,  tenía la costumbre de dejarse la mochila al hombro y sentarse de costado, con los pies sobre el pasillo, como en una postura atenta de partida, igual que en la silla alrededor de la mesa, en el dos ambientes donde vive con su familia, en el tercer piso del monoblock cercano a la calle.  Un día, ella pasó a su lado  y él creyó que fingía tropezar con su pié. Se sobresaltó. Entonces escuchó la voz calma, casi en el  oído: “Descansá.  Sacáte la mochila y poné las piernas  debajo del pupitre. Relajáte. No estés a la defensiva.  Aquí no te va a pasar nada malo.  Disfrutá estas horas tranquilo”.  Obedeció aliviado.  
     Todos los días, al entrar al aula, él se pasea entre los bancos para confirmar  su presencia y no pasar desapercibido. La profe llega  y luego de saludar, se ubica en el centro del espacio y desde allí, sin moverse,   indica la variante ubicación de cada uno. Se genera un caos de lamentos, ruido de sillas y pupitres arrastrados, choque de zapatillas, risas, empujones. Por fin el orden,  el silencio espeso y los recelos.  No pasa día en que ella no deba  pedirle a Román que deje de toquetear  a los dos o tres que tiene en la mira, diciéndole: “Pará de molestar a tus compañeros y sentáte. ¿Hiciste la tarea?” Por respuesta,  aparece una excusa y una promesa. A veces una ironía: “Me la afanaron profe”.
     Tiene presente  el día en que se rebeló, frente a la costumbre de la maestra de cambiar siempre  la ubicación de los bancos, y hacerlos sentar en distintos lugares, teniendo a veces, que soportar a algunos compañeros que eran del  monoblock rival. De pié, le dijo que  se sentaría  hasta el final del año en el asiento que estaba cerca de ella,  que no iba a irse al fondo. Escuchó el argumento de que la ley era igual para todos, que eso los ayudaba a relacionarse, que al que no obedecía, tendría que ponerle una nota en el cuaderno. Luego, ella se dio vuelta hacia el pizarrón donde empezó a escribir.  En ese momento,  sintió que lo estaba desafiando frente a sus compañeros  del barrio y que no debía permitirlo.  Agarró el cuaderno y lo tiró a los pies de la mujer. Ella ignoró el gesto: “Román, se te cayó el cuaderno. Levantálo y sentáte en el banco del fondo que te asigné o dejálo sobre el escritorio para ponerte la nota”  y siguió con su explicación sobre los sustantivos y los verbos. Lo pensó mejor, levantó el cuaderno y se fue para el nuevo lugar, maldiciendo por lo bajo. 
     Hace pocos días, la mamá  de su compañero Tony llegó a la escuela acompañando a su hijo y pidió hablar con la maestra. Él la vió desde la otra vereda, a través del incesante tráfico,  cuando cruzaba el puente trayendo de la mano al chico y ella le clavó  una mirada enojada y desafiante. El día anterior, Román le había reclamado al pibe por el atraso en la mensualidad del peaje, que debía pagarle para permitirle cruzar el puente cuando iba al colegio. No sólo con él lo hacía. Todos entraron al aula, tuvieron que esperar entre murmullos crecientes, hasta que terminara  la conversación que afuera estaban  teniendo las dos mujeres. Duró un largo rato. Había tensión en el aire,  como las partículas de polvo en suspenso, inmóviles  y puestas en transparencia  por los rayos del sol que atravesaban las ventanas.  Se vió a la madre, primero enfurecida y luego lagrimeando en medio de un abrazo.
     Cuando la maestra regresó,  lo hizo mirando fijamente a Román. Luego,  dirigiéndose a todos en tono calmo pero firme, dijo que nadie tenía que pagar para caminar libremente por la calle y por el puente. Que  el abuso del cual se había enterado era  un delito y que no iba a permitir que Tony se fuera del Colegio por ese motivo. Que los que lo cometían no tenían códigos y se comportaban como  fieras  que marcaban su territorio dominándolo a través del miedo.   Lo miró a Román y se escuchó éste intercambio:
- Creo que vos todavía sos capaz de recordar y recuperar los códigos,  sabés a que me refiero.  Si cambiás de actitud y confío en vos para eso,  acá termina todo. ¿Qué me decís? - Se produjo  un cuchicheo generalizado.
- Ellos  aceptan pagar. Son de otro país y usan un puente nuestro. Si no les cobro yo, les va a cobrar otro. Lo que saco, no me lo quedo  sólo. Si quieren pueden cruzar la avenida por debajo del puente. - La maestra estuvo unos segundos  en  silencio y expresó:
- ¿Cómo se te ocurre cobrar peaje? Son ciudadanos que eligieron vivir aquí.  Tienen los mismos derechos que todos.  Si la cosa no termina hoy,  voy a  citar a tus padres y conversaremos  juntos con la Directora.  De vos depende que el problema no se agrande.
- ¿Me está amenazando?
- No, te estoy avisando. -  Román en tono bajo, casi inaudible para la mayoría, con el dedo pulgar en alto,  afirmó:
- Olvídese seño, todo bien. Yo lo arreglo. No pasa nada. Mi padre no podría  venir hasta dentro de seis años y mi madre tampoco porque labura todo el día. Profe, yo quiero seguir viniendo al Colegio.
      Desde ese diálogo, Román  faltó varios días.  Hoy, la maestra lo vió llegar con un brazo enyesado, algunos golpes en el rostro y una mirada seria, reemplazando su habitual sonrisa. 

Pablo Zavaglia, Agosto 2013




viernes, 6 de septiembre de 2013

Caramelos de durazno


En la sala amplia, atravesada por un tenue aroma a jazmín y una luz tibia que acentúa la calidez del piso de roble, como un susurro lejano se oye una Cantata de Bach.
En la pared beige del frente, una reproducción de Monet y en la lateral derecha cuelgan, en unos paneles de corcho, múltiples retratos fotográficos en los que la pose y la sonrisa son la constante de la serie.
La secretaria acomoda una pila de papeles y mira la computadora, tal vez está trabajando o jugando al candy crush.
Estoy cómodo en el sillón, me hundo en esa pana verde, tersa que me envuelve…podría dormir una siestecita.
-          ¿Qué caramelos compraste?
La pregunta intempestiva y el timbre que acaba de sonar en las antípodas de Bach me arrancan la posibilidad.
-          Los que me pediste, murmuro.
-          ¿Le preguntás, por favor, cuándo nos toca?
-          No seas impaciente, Mecha.
-          Pero entonces, ¿cómo se si tengo que comerlos ya?
-          Podés comer uno ahora y listo.
-          No, no es así.
Se me queda mirando, esperando. No se si levantarme a preguntar, si tratar de calmarla o si directamente me como los caramelos yo.
Evalúo en unas décimas de segundos qué será lo menos costoso, qué facturas puedo evitar, las ajenas y las propias, porque uno también tiene sus principios y tampoco puedo estar de acá para allá como un perro faldero. Algo de faldero igual me reconozco…especialmente en estos últimos meses.
-          Sres. Santibáñez, dice en voz alta la secretaria, el doctor los hace pasar en unos momentos. Si quiere puede comer algo dulce, así se puede detectar mejor el movimiento.
Salvado, pensé.
Busco entre aliviado y triunfante los caramelos en la mochila.
Ella elige uno de durazno. Comienza a comerlo. Callada, mirándome con una seriedad penetrante, fija. Parecería que tiene la cara partida entre lo duro de los ojos y el movimiento de la boca.
Momento pendular: no se si quedarme callado o comentar alguna nota banal de la revista de decoración que está en el revistero, o alguna de las fotos del panel, tan contentos, tan iguales. Mejor me callo.
O le pregunto si quiere otro caramelo.
-¿Querés…?
- Pará…¡tocá!
Toma mi mano y veloz la posa en su panza. Puedo sentir los pequeños golpes, suaves, casi rítmicos.
Mecha ha dejado atrás la escisión facial y ahora sus ojos brillantes sonríen, como los míos.


Claudia, septiembre.