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Taller de lectura y escritura.

viernes, 30 de agosto de 2013

Si hay algo que aprendí


Si hay algo que aprendí, con el correr del tiempo, es que las personas cargan un mundo detrás de su mirada.
Que nunca nadie se estanca verdaderamente, puede estar girando en un mismo vórtice…. Pero eso no es estancarse.
Que cada uno anda con su historia y su histeria, que nadie tiene el poder ni el derecho a opinar y que, gracias a eso llego a donde está.
Que uno no se enamora de la otra persona, sino más bien, de la propia fantasía que tiene de la otra persona.
Que nunca llegamos a conocer a fondo a nadie porque nadie llega a conocerse a sí mismo.
Que llegado el momento buscamos para el mañana algo estable, pero la estabilidad no nos busca, porque cada mañana nos duele un nuevo musculo que descubrimos con la osadía del día anterior.
Que ver pasar el tiempo, de cualquier forma, junto a otra persona es casi un milagro. Que lo que ayer crearon con tanto esfuerzo hoy, puede no servir. Que plantearse juntos un nuevo proyecto es mover una serie de engranajes que tiene que estar preparada sin saber para qué. Que esa maquinaria de varios metales a veces se rompe en un segundo exacto y lo descubrimos tiempo después.
Que ese quilombo de juntas y tornillos, de anillos flojos y ruido al correr son discusiones que te hacen crecer de alguna forma, que te hacen cambiar tu mundo detrás de tu mirada y que solo se nutre con paciencia, entendimiento, afecto, perdones y gracias.

Natalia

11/1/2013

jueves, 8 de agosto de 2013

Llegar a destino

En la tercera estación por la que pasaban, se desocupó el asiento frente a él. Logró acomodarse mejor, estiró las piernas hasta que sintió un tirón, luego, los músculos se relajaron,  la cabeza apoyada en el vidrio de la ventana y los brazos cruzados sobre el pecho, dándose calor. El traqueteo del tren lo arrullaba, cómo si alguien murmurara canciones infantiles a su oído.
  El pasto lo recibió como un colchón mullido donde podía saltar, hacer piruetas, girar sobre si mismo y volver a caer para llenarse del olor a menta que emanaba del campo en donde se hallaba. Algo no terminaba de acomodarse en su cuerpo, que volvía a ser menudo, ágil, casi volátil cómo la niebla cuando amanece. Palpaba con las manos la frescura que brotaba de las hojas de menta, nadaba en la espesura verde cómo para embriagarse con su olor intenso, o se sumergía en el río tibio de los atardeceres del pueblo lejano de su niñez, rodeado de sierras y nubes bajas, con los pies desnudos iba caminando por la aspereza de las piedras en el fondo; ya de nuevo en la tierra envolvió luciérnagas con sus manos para entregarlas a una compañera de segundo grado, la que se sentaba en el banco de adelante, risas de recreos, olor a tiza, a lápiz y al perfume fresco que usaba la maestra.
  El chirriar de metal contra metal le hizo abrir los ojos. Vio que el tren se detenía en una estación que no era en donde debía bajarse, se dio cuenta de que se había pasado, durmiéndose, vencido por el cansancio.
  -No importa,- le dijo a la noche que se asomaba por la ventanilla-, voy hasta la terminal y a la vuelta me bajo.
  Pink Floyd comenzó a inundarle los oídos como las palabras amables de la mujer que había amado, se vio bailando en armonía al ritmo de la música,  con amigos a su alrededor que sentían lo mismo, el rápido fluir de la sangre por las venas nuevas, en el paladar el gusto dulzón de los postres que preparaba su madre cuando él era adolescente. En un arrebato de energía, se calzó los botines para ir a jugar al fútbol, gestos aireados, gritos de alerta, cuerpos tensos y las piernas deslizándose en una finta para meter el gol que llevó al equipo a la victoria, campeones de la liga barrial, festejos que lo arrastraban por el campo de juego, abrazos que lo amigaban con la vida, gritos eufóricos y el sudor que iba cayendo por todo su cuerpo se quedaba atrapado en la remera, en el pantalón corto, que retenían la humedad, cómo la tierra seca que absorbe, ávida, la lluvia bienhechora.
   El grito de alguien que trataba de subir al tren en movimiento, lo volvió a ese presente de estación a oscuras, dedujo, por el nombre que apenas alcanzó a divisar, que el tren había llegado a destino, emprendido la vuelta y él no había logrado bajarse donde le correspondía, absorto en un laberinto de recuerdos que ni siquiera sabía con certeza si eran recuerdos propios o los había robado a alguien, tal vez a la mujer que se había levantado del asiento frente a él hacía un rato largo.  Notó que algo desbordaba en su interior, algo irrefrenable como un río que sale de su cauce después de una tormenta. Era la certeza de no saber cuánto hacía que estaba viajando.
  El paisaje o el recuerdo del paisaje, cambiaba constantemente, llevándolo al desconcierto.
  -No importa- volvió a decir, y el sonido de su propia voz, lo ayudó a afirmarse en algo concreto,-a la vuelta me bajo.
  El viento le traía rumores de voces, una iglesia donde la claridad hacía lucir los colores de la cúpula con un desparpajo jubiloso, cómo la alegría que sentía la mujer parada al lado suyo, mientras decía:
 -si, quiero-, a él y al cura de túnica impecable en su blancura, que seguía aconsejándolos hasta que derramaba agua sobre la cabeza del pequeño que lloraba dentro de una manta, también blanca, también impecable, mientras él iba y venía en un juego agotador, primero parado junto a la mujer, luego junto a la misma mujer que tenía en sus brazos al niño que sollozaba con una insistencia que molestaba la monotonía en que estaba encerrado en el tren, en el asiento y en el sueño de soñar irrealidades.
  Pensó: ¿será que estoy pasando una y otra vez por la estación que tendría que bajar y no lo hago? ¿o será la vida que me está pasando presurosa? El paisaje, a través de la ventanilla, se volvía caprichoso, confuso. Campos con días luminosos cómo el sol en días de verano, sofocante, el aire quieto que comprimía el pecho, la boca que buscaba ávida aire con que asistirse, un árbol con su oxígeno, un río donde sumergirse, una hamaca para balancear el cuerpo agotado con la carga de angustias y hambres antiguos y oscuros. Noches tan negras y frías donde se le helaba el aliento apenas exhalado, las manos se entorpecían como garras, y los pies gemían su cansancio de días interminables explotando en ampollas purulentas.
 -lo mejor será dormirme... dormirme y decidir que hacer una vez que me despierte- trató de conformarse evitado mirar para afuera, a esa realidad de sueños imaginados en que se había convertido el viaje.

Al cabo de una hora o cien, cuándo ya consideró que había descansado lo suficiente, bajó en una estación sin nombre, eligió sin pensarlo demasiado que esa era su estación y que allí se quedaba. Desde el andén  contempló cómo  él mismo seguía sentado en el asiento del tren, la cabeza apoyada en el vidrio, los ojos cerrados y los brazos cruzados sobe el pecho. Dejó que esa parte de él siguiera viajando eternamente, para descansar por fin, pasándose siempre de la estación en que debería haberse bajado ya ni sabía cuántas horas, o días o años. Mientras el tren se alejaba perdiéndose en la bruma, empezó a caminar en sentido contrario. A lo lejos, lo esperaba una mañana calurosa, resplandeciente de sol, de ríos refrescantes y pájaros que cantaban agradeciendo el verano.
  

Mercedes Bianchini, agosto 2013

jueves, 1 de agosto de 2013

Hola, subo un enlace, para los que no han venido ayer, sobre el cuento a leer para la próxima.
El cuento se llama Bachman  y es de Vladimir Nabokov:

http://www.cuentosinfin.com/bachmann/

Saludos
Riqui

Pdta: Lo he subido sin fondos, sin ninguna forma... Claudia si queres podes modificarlo...jeje