En la tercera estación por la que pasaban, se desocupó el
asiento frente a él. Logró acomodarse mejor, estiró las piernas hasta que
sintió un tirón, luego, los músculos se relajaron, la cabeza apoyada en el vidrio de la ventana
y los brazos cruzados sobre el pecho, dándose calor. El traqueteo del tren lo
arrullaba, cómo si alguien murmurara canciones infantiles a su oído.
El pasto lo recibió
como un colchón mullido donde podía saltar, hacer piruetas, girar sobre si
mismo y volver a caer para llenarse del olor a menta que emanaba del campo en
donde se hallaba. Algo no terminaba de acomodarse en su cuerpo, que volvía a
ser menudo, ágil, casi volátil cómo la niebla cuando amanece. Palpaba con las
manos la frescura que brotaba de las hojas de menta, nadaba en la espesura
verde cómo para embriagarse con su olor intenso, o se sumergía en el río tibio
de los atardeceres del pueblo lejano de su niñez, rodeado de sierras y nubes
bajas, con los pies desnudos iba caminando por la aspereza de las piedras en el
fondo; ya de nuevo en la tierra envolvió luciérnagas con sus manos para
entregarlas a una compañera de segundo grado, la que se sentaba en el banco de
adelante, risas de recreos, olor a tiza, a lápiz y al perfume fresco que usaba
la maestra.
El chirriar de metal
contra metal le hizo abrir los ojos. Vio que el tren se detenía en una estación
que no era en donde debía bajarse, se dio cuenta de que se había pasado, durmiéndose,
vencido por el cansancio.
-No importa,- le
dijo a la noche que se asomaba por la ventanilla-, voy hasta la terminal y a la
vuelta me bajo.
Pink Floyd comenzó a
inundarle los oídos como las palabras amables de la mujer que había amado, se
vio bailando en armonía al ritmo de la música,
con amigos a su alrededor que sentían lo mismo, el rápido fluir de la
sangre por las venas nuevas, en el paladar el gusto dulzón de los postres que
preparaba su madre cuando él era adolescente. En un arrebato de energía, se
calzó los botines para ir a jugar al fútbol, gestos aireados, gritos de alerta,
cuerpos tensos y las piernas deslizándose en una finta para meter el gol que
llevó al equipo a la victoria, campeones de la liga barrial, festejos que lo
arrastraban por el campo de juego, abrazos que lo amigaban con la vida, gritos
eufóricos y el sudor que iba cayendo por todo su cuerpo se quedaba atrapado en
la remera, en el pantalón corto, que retenían la humedad, cómo la tierra seca
que absorbe, ávida, la lluvia bienhechora.
El grito de alguien
que trataba de subir al tren en movimiento, lo volvió a ese presente de
estación a oscuras, dedujo, por el nombre que apenas alcanzó a divisar, que el
tren había llegado a destino, emprendido la vuelta y él no había logrado
bajarse donde le correspondía, absorto en un laberinto de recuerdos que ni
siquiera sabía con certeza si eran recuerdos propios o los había robado a
alguien, tal vez a la mujer que se había levantado del asiento frente a él
hacía un rato largo. Notó que algo
desbordaba en su interior, algo irrefrenable como un río que sale de su cauce
después de una tormenta. Era la certeza de no saber cuánto hacía que estaba
viajando.
El paisaje o el
recuerdo del paisaje, cambiaba constantemente, llevándolo al desconcierto.
-No importa- volvió
a decir, y el sonido de su propia voz, lo ayudó a afirmarse en algo concreto,-a
la vuelta me bajo.
El viento le traía
rumores de voces, una iglesia donde la claridad hacía lucir los colores de la
cúpula con un desparpajo jubiloso, cómo la alegría que sentía la mujer parada
al lado suyo, mientras decía:
-si, quiero-, a él y
al cura de túnica impecable en su blancura, que seguía aconsejándolos hasta que
derramaba agua sobre la cabeza del pequeño que lloraba dentro de una manta, también
blanca, también impecable, mientras él iba y venía en un juego agotador, primero
parado junto a la mujer, luego junto a la misma mujer que tenía en sus brazos
al niño que sollozaba con una insistencia que molestaba la monotonía en que
estaba encerrado en el tren, en el asiento y en el sueño de soñar irrealidades.
Pensó: ¿será que
estoy pasando una y otra vez por la estación que tendría que bajar y no lo hago?
¿o será la vida que me está pasando presurosa? El paisaje, a través de la
ventanilla, se volvía caprichoso, confuso. Campos con días luminosos cómo el
sol en días de verano, sofocante, el aire quieto que comprimía el pecho, la
boca que buscaba ávida aire con que asistirse, un árbol con su oxígeno, un río
donde sumergirse, una hamaca para balancear el cuerpo agotado con la carga de
angustias y hambres antiguos y oscuros. Noches tan negras y frías donde se le
helaba el aliento apenas exhalado, las manos se entorpecían como garras, y los
pies gemían su cansancio de días interminables explotando en ampollas
purulentas.
-lo mejor será
dormirme... dormirme y decidir que hacer una vez que me despierte- trató de
conformarse evitado mirar para afuera, a esa realidad de sueños imaginados en
que se había convertido el viaje.
Al cabo de una hora o cien, cuándo
ya consideró que había descansado lo suficiente, bajó en una estación sin
nombre, eligió sin pensarlo demasiado que esa era su estación y que allí se
quedaba. Desde el andén contempló
cómo él mismo seguía sentado en el
asiento del tren, la cabeza apoyada en el vidrio, los ojos cerrados y los
brazos cruzados sobe el pecho. Dejó que esa parte de él siguiera viajando
eternamente, para descansar por fin, pasándose siempre de la estación en que
debería haberse bajado ya ni sabía cuántas horas, o días o años. Mientras el
tren se alejaba perdiéndose en la bruma, empezó a caminar en sentido contrario.
A lo lejos, lo esperaba una mañana calurosa, resplandeciente de sol, de ríos
refrescantes y pájaros que cantaban agradeciendo el verano.
Mercedes Bianchini, agosto 2013